miércoles, 23 de agosto de 2006

Las trágicas paradojas de los procesos de construcción de espacios de convivencia

De los edictos de policía al Código de Convivencia Urbana
Las trágicas paradojas de los procesos de construcción de espacios de convivencia

Sofía Tiscornia y María José Sarrabayrouse Oliveira
Tomado de Burocracia y violencia. Estudios de antropología jurídica. Sofía Tiscornia (comp.), Buenos Aires, Antropofagia, 2004, pp. 89-124

Introducción
La derogación de los edictos contravencionales de policía fue el resultado de una lucha sostenida durante años por organismos de derechos humanos y aso­ciaciones civiles. El eje de esta lucha fue denunciar los abusos policiales como resultado de detener personas sin orden judicial y sin que estuvieran come­tiendo un delito.

El Código de Convivencia Urbana (CCU) y la administración de la justicia contravencional concomitante se presentaron como una propuesta capaz de li­mitar la expansión del poder policial cuando éste afecta los derechos de las per­sonas. Mantenían el “espíritu” de la creación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, esto es, la ilusión fundacional de grupos del derecho y de la política de crear y expandir espacios sostenidos en valores y principios democráticos.
Así fue expresado por el legislador Agustín Sbar durante el debate que con­cluyó en la aprobación del nuevo Código:
[…] Como creemos que la autonomía de esta ciudad autónoma de Buenos Aires está dada para maximizar, para aumentar, para expandir la autonomía de sus ha­bitantes, creemos que si ese es el objetivo supremo del Gobierno, el Código Con­travencional, lejos de los nefastos edictos policiales, debió ser un Código de Con­vivencia. Un Código dedicado a pensar cuáles son aquellas conductas que afectan la promoción, la expansión, la mejora de la convivencia entre las personas. No cuáles conductas afectan la moral en abstracto, los poderes del Estado sin límites
o la discrecionalidad de un funcionario policial de detener a alguien, como decía el diputado Zaffaroni, por portación de cara, sino cuáles son las conductas que afectan la posibilidad de que otro ciudadano de la Ciudad de Buenos Aires maxi­mice, expanda, desarrolle su propia autonomía individual.
El proyecto de Código presentado por el este legislador fue el que, con pocas modificaciones, finalmente fue aprobado.

Sin embargo, al mismo tiempo y paralelamente, se fue consolidando una oposición política y jurídica a la iniciativa. Si la sanción del nuevo código se le­gitimaba sobre la retórica de la expansión de los derechos ciudadanos, la de­fensa de los viejos edictos lo hacía en nombre de la seguridad urbana y el escán­dalo moral por la exhibición de sexo en la vía pública. No eran estas cuestiones demasiados diferentes a las esgrimidas en la antigua defensa de “la moralidad y las buenas costumbres” y del “orden público”, tradicionales misiones de los bandos policiales.

Tuvo entonces lugar un proceso atravesado por diversos tipos de con­tiendas: legislativas, mediáticas, barriales, tribunalicias.

Una forma de pensar este proceso –que va desde la eliminación de los edictos policiales hasta la primera etapa de puesta en funcionamiento de la jus­ticia contravencional, incorporando las sucesivas modificaciones del CCU–, es usar una metáfora usada por Stanley Cohen en su obra Visiones de control so-cial(1985). En ese trabajo, el autor tiene como objetivo realizar un análisis crí­tico de los proyectos alternativos de tratamiento de las conductas desviadas y de la delincuencia, de la implementación de los controles comunitarios y del desa­rrollo de nuevas formas de intervención, todos fenómenos que surgieron a fines de la década de los años 60. Para ello, utiliza una sugerente metáfora que representa al control social como una gran red.

Según la imagen de Cohen, esta red es arrojada al mar por una cantidad de pescadores, que trabajan de acuerdo a prácticas, normas y rutinas establecidas; están sometidos a una autoridad superior (parte de una estructura jerárquica, en nuestro caso) y tienen ideas particulares acerca de lo que están haciendo. El mar es la sociedad. Los peces, los clientes del sistema.

Tomando prestada esta metáfora ictícola, es posible repensar el proceso en análisis enunciando una serie de preguntas, utilizadas por Cohen, y reformu­ladas para la cuestión que nos preocupa. Preguntas acerca de la capacidad, los objetivos, el alcance, la densidad y la in­tensidad de la nueva modalidad de producción del nuevo proyecto. Esto es, ¿qué ancho tienen las redes? ¿Se extienden a nuevos espacios o se contraen? Los cambios que se producen en esta parte del sistema penal, ¿cómo afectan a otros sectores: a la policía, fundamentalmente? ¿Qué tan grandes son sus agujeros? ¿Los “peces” que se pescan, son los mismos de siempre, son otros, son menos, son más? Preguntas acerca de la identidad de la nueva modalidad: ¿Se puede observar claramente la existencia de la nueva red? ¿Está siempre visible o está camuflada? ¿Quién la maneja–funcionarios judiciales, funcionarios policiales? ¿Quiénes se incorporan –organizaciones de derechos humanos, de vecinos, de minorías se­xuales, de trabajadoras del sexo?
Preguntas acerca del oleaje que produce: ¿Cuáles son los efectos sobre el resto del universo marino –la sociedad? ¿Se ven afectadas otras criaturas? ¿Qué re­cepción tuvo en los anteriores dueños de las redes –la policía? ¿Qué repercusión tuvo sobre los “barcos pesqueros” de mayor calado –la justicia nacional, pero también el “vigilantismo” vecinal?

En síntesis, si hablamos de tamaño, cantidad, densidad, no estamos ha­blando de otra cosa que de espacio. Es así que, recurriendo una vez más a Cohen, parece sugerente pensar que la nueva justicia contravencional y su ejer­cicio ocupa, al mismo tiempo que produce, nuevos espacios. Por un lado, un espacio real–institucional constituido por nuevos/viejos edificios, oficinas, fun­cionarios, clientes; por el otro, un espacio social, conformado por nuevas/ tra­dicionales relaciones de poder, por discursos de funcionarios, expertos, mediá­ticos, de la calle y del sentido común; por disputas por los límites de la definición de lo público y lo privado.

De esta manera, indagando sobre la forma en que se va construyendo el es­pacio real-institucional, es posible visualizar de qué manera diversos sectores pertenecientes al sistema penal, a los gobiernos nacional y municipal y a múlti­ples organizaciones civiles y de derechos humanos, han intervenido e inter­vienen en el proceso de creación de la nueva justicia y en el proceso de amplia­ción o reducción de la clientela que esta justicia está llamada a juzgar. A su vez, el empotramiento del espacio social sobre el espacio real-institucional predica acerca de las formas en que este nuevo ámbito se ha ido constituyendo como una arena de conflicto donde interactúan agentes alineados en tornos a ideas e intereses diversos, y en la que se enfrentan y/o amoldan nuevas y tradicionales formas de “hacer política”.

Breve historia de la creación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de su hija, la justicia contravencional
En agosto de 1994 se llevó a cabo en la Argentina, la reforma de la Constitu­ción Nacional (CN). En el artículo 129 de la CN reformada se establece que “la ciudad de Buenos Aires tendrá un régimen de gobierno autónomo con fa­cultades propias de legislación y jurisdicción, y su jefe de gobierno será elegido directamente por el pueblo de la ciudad”.

La norma constitucional otorga autonomía plena a la ciudad autónoma. Entre otros aspectos, ello supone que la nueva Ciudad-Estado debiera tener un poder judicial propio, con las funciones y dependencias correspondientes a su ejercicio[1].

En 1995, durante la elaboración de la Constitución de la ciudad de Buenos Aires, la convención constituyente –en un acto de autonomía– creó una jus­ticia propia y redactó normas transitorias para el traspaso de la justicia na­cional. De acuerdo a este nuevo esquema, el flamante poder judicial de la ciudad contemplaría la existencia de un Consejo de la Magistratura, de un Tri­bunal Superior –con funciones constitucionales– y de un Ministerio Público.

Sin embargo, la posterior sanción de dos leyes encargadas de regular la auto­nomía de la ciudad[2] establecieron que la única justicia que tendría la ciudad de Buenos Aires sería la justicia contencioso administrativa[3] y la justicia contra­vencional. Los fueros civil, penal, laboral, etc, seguirían perteneciendo al ám­bito de la Nación. En otras palabras, según estas leyes, la idea primigenia de los impulsores de la autonomía de traspasar la justicia nacional al ámbito de la ciudad no se produciría, y sólo se crearían los juzgados contencioso-adminis-trativos y los contravencionales.
Las antiguas redes. Edictos y contravenciones
Los legisladores habían establecido, a través de una cláusula transitoria de la Constitución de la ciudad, que dentro de los tres primeros meses de funciona­miento de la Legislatura se debería dictar un código contravencional: de no ser así, los edictos de policía quedarían derogados automáticamente, desapare­ciendo las contravenciones de la estructura punitiva local. La facultad policial de efectuar detenciones en virtud de faltas contravencio­nales era un importante dispositivo de control de grupos humanos[4]. En los casos de detención por edictos policiales, la policía era la encargada tanto de la detención como de la producción de prueba, la acusación y el juzgamiento de la falta cometida. Las prohibiciones o mandatos contenidos en los Edictos Po­liciales y en el Reglamento de Procedimientos en Materia Contravencional de la Capital Federal eran sumamente abiertos en su redacción y carecían habi­tualmente de descripciones de las acciones prohibidas focalizando, en cambio, la descripción de condiciones de vida de las personas, tales como la “vagancia”, la mendicidad, la prostitución, o en normas de civilidad, tales como escupir, gritar u orinar en la vía pública, faltar el respeto a las mujeres, etc. Así los edictos policiales constituían una clara política de control selectiva y arbitraria en manos de la agencia policial (Tiscornia, 1997). A su vez, servían para el cumplimiento de funciones burocrático-administrativas, en tanto permitían demostrar una permanente y ostensible actividad policial, a través de la deten­ción masiva y focalizada de personas.

Desde la muerte del joven Walter Bulacio por la policía en 1991[5], estas atri­buciones ejercidas arbitrariamente por la agencia policial –lo mismo que las de­tenciones por averiguación de antecedentes–, eran cuestionadas a través de marchas, manifestaciones públicas e iniciativas judiciales, desde diferentes sec­tores de la sociedad, en particular, por los organismos de derechos humanos y de víctimas de la violencia policial[6].
Con la creación del estado autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, la dis­cusión parlamentaria sobre las faltas administrativas –los edictos– fue apartada de la órbita del Congreso Nacional, pasando a manos de la Legislatura de la Ciudad la tarea de dictar las normas en materia contravencional. En el artículo “garantías judiciales” de la Constitución de la Ciudad se pone de manifiesto que los edictos, tal cual existían, no podían seguir operando.

El eje de la crítica se centraba en los problemas que, para la vigencia de los derechos ciudadanos, implica establecer un “estado de peligrosidad” si no existe delito. En relación a ello, la discusión legislativa se centró en determinar si el poder que otorgaba a la policía el control de las faltas, radicaba en la fa­cultad de detener personas o en la de condenarlas. En función de esta disputa –y como un logro de la primera posición– se hizo constar en las garantías cons­titucionales que no puede existir detención por faltas contravencionales. Ello generó una fuerte reacción de la agencia policial. Tal como señala Gastón Chi­llier “Durante la vigencia de la estatuyente, la Policía Federal ejerció diversos mecanismos de presión con el fin de impedir la pérdida de la facultad de de­tener personas por edictos o contravenciones. Una nota publicada en el diario La Nación el 8 de septiembre de 1996 titulada ‘Presiones que dan frutos’ […] cita una fuente policial de jerarquía que explica los motivos por los cuales ‘la autoridad policial no ve con buenos ojos quedarse sin los edictos, porque los considera una excelente herramienta para la prevención. “Es la única arma que tenemos en la calle para enfrentarnos de igual a igual con los que roban […] Si no usamos la excusa de los edictos o la averiguación de antecedentes ¿cómo in­terrogamos a los sospechosos?’” (1998:11).
Así comenzaban a vislumbrarse los principales trazos con los que se dibujaría el conflicto: en primer lugar, la nueva normativa amenazaba, no sólo reducir el ancho y el tamaño de los agujeros de las redes (en la metáfora de Stanley Cohen), sino también inhibir a los principales pescadores/funcionarios para usarlas. Por ello, los dueños de la red, la policía, comenzaban a agitar el oleaje social, prea­nunciando futuros maremotos provocados por el incremento de la inseguridad urbana. En segundo lugar, mientras el nuevo código se pensaba para la “convi­vencia” entre los habitantes de la ciudad, esta novísima forma de identificar la red no parecía permitir que se observara siquiera su existencia.

El traspaso y la creación de la “nueva justicia”. Preparando los navíos para navegar
La justicia contravencional es tributaria, en su nacimiento, de dos argumentos centrales sobre los que se apoyaron los propulsores de su creación. Por un lado, la implementación de un aparato judicial que quitase de manos de la policía la facultad de realizar detenciones por la comisión de contravenciones; por el otro, la posibilidad de crear una justicia democrática, “apartada” de la muy im­popular y criticada, sobre todo en los últimos años, justicia nacional.

A su vez, estos argumentos adscriben y distinguen a diferentes actores. De una parte, los legisladores, las organizaciones de derechos humanos y civiles, y las agrupaciones vecinales, quienes discuten las figuras el Código de Convi­vencia Urbana y los alcances del poder de policía; de la otra, los distintos sec­tores de la justicia que debaten sobre la cuestión de la democratización de la justicia y las posibilidades de su traspaso a la órbita de la ciudad autónoma.
Los legisladores, las organizaciones de derechos humanos y civiles y el Código de Convivencia Urbana de la Ciudad de Buenos Aires
Ante la inminente eliminación de los edictos, el 9 de marzo de 1998 la Legisla­tura porteña llamó a una sesión legislativa para la discusión y posterior sanción de un Código de Convivencia Urbana para la Ciudad de Buenos Aires. En pa­labras de los propios legisladores porteños, se redactó un Código que no tuvo el debate en la sociedad que hubiese sido necesario, pero el riesgo de que se pro­dujese un vacío legal en la ciudad, argumento utilizado como caballito de ba­talla por legisladores de la oposición[7] y por la Policía Federal, hizo que el 9 de marzo se aprobase un CCU que, desde sus mismos orígenes, estaba destinado a ser modificado.
Pero, por aquel entonces, la derogación de los edictos hizo las veces de factor aglutinante de las diferentes posturas de los representantes legislativos. Así, la sanción del CCU fue por votación unánime, a pesar de que tanto en los medios de comunicación como en las discusiones puntuales sobre cada uno de los ar­tículos de la nueva normativa, comenzaban a hacerse visibles las fisuras que lle­varían a las reformas del 2 de julio de 1998 y del 5 de marzo de 1999.

Los actores que aparecían en la escena pública mientras el nuevo código se discutía para su sanción eran:
1. los organismos de derechos humanos y civiles y las asociaciones que nu­clean a las minorías sexuales, que apoyaban la redacción de un código res­petuoso de los derechos y garantías de todos los ciudadanos;
2. la Policía Federal, que continuaba defendiendo su facultad de detención por edictos y apelaba a la ciudadanía y a las autoridades de gobierno, sos­teniendo que con las modificaciones les habían “atado las manos”;
3. el gobierno de la Ciudad[8], que había presentado su propio proyecto[9] re­chazado por los dos sectores mencionados anteriormente.

Así las cosas, el carácter democrático de la norma no garantizaba per se la democratización de las prácticas policiales institucionalizadas, ni tampoco, la mirada tolerante de vastos sectores de la sociedad, atravesados por un siglo de dispositivos de control policiales autoritarios y secretos (Tiscornia, 1997; Chi­llier, 1998).

Ello resultó en que en poco tiempo se instaure en la arena pública una con­fusa, profunda y básicamente violenta polémica. En ella, los legisladores de los distintos partidos–sin llegar a constituirse como una cuarta posición– se mo­vían al ritmo de las presiones ejercidas por uno u otro sector. Será recién en la primera reforma (julio de 1998) que los vecinos, organizados por barrios, apa­recerán como claros actores del “drama de la convivencia”.
Las reformas. De la convivencia a la violencia: la progresiva oclusión de los espacios de debate y participación y de como la prostitución se convirtió en “razón de Estado”
La presentación del nuevo barco pesquero –el CCU– pareció iniciar una nueva etapa en las modalidades de pesca, lo cual no fue obstáculo para que, inmedia­tamente, se lanzaran al mar los viejos barcos acorazados, piloteados por ave­zados pescadores dispuestos a seguir usando las antiguas y reforzadas redes. A escasos cuatro meses de aprobado, el Código sufre la primera reforma. A ella se llegó como consecuencia de violentas disputas acerca de la prohibición, nece­saria o no, de la prostitución callejera[10]. Con la presentación de los “vecinos” como un nuevo actor/pescador que entra en la arena de disputa, la discusión va sufriendo una suerte de transformación que convierte el tema de la discusión pública en una cuestión “moral”. La exhibición del travestismo y la prostitu­ción callejera fueron el foco de atención mediático y político. Ello resultó en una campaña sostenida en contra del CCU por no haber contemplado la prohi­bición y sanción de esta actividad.
La campaña tomó, en muchos momentos, ribetes de “pánico moral” en la acepción que, Stanley Cohen[11] (otra vez) le da al concepto. Esto es, entendido como fenómenos de control estatal que suceden en la interacción de tres tipos de actores: los denominados “demonios populares” –grupos políticos, cultu­rales, o individuos– que representan algún tipo de desviación o diferencia; los “hacedores de mitos”, que comprende a los medios masivos que editan al pú­blico la representación de los “demonios” y los “responsables de hacer que se cumplan las leyes”, esto es, los agentes formales de control –policías, fiscales, funcionarios, en este caso prohibición. Como señala Cohen, suele suceder du­rante los períodos de pánico moral, que las acciones de los hacedores de mitos y los encargados del orden resulten en un nuevo tipo de demonio popular que no se corresponda al estructurado socialmente (incluso por los propios miembros del grupo demonizado). Este nuevo demonio –en nuestro caso las travestis que, según los medios de comunicación y los agentes del orden realizaban ver­daderas orgías callejeras–, se convierten en foco de la atención pública, de la violencia y del pánico moral.

De este modo, en medio de una campaña de pánico moral, el debate pú­blico que culmina en la sesión legislativa del 2 de julio se estructura en torno a dos amplios ejes argumentales, que diferencia entre partidarios de una retórica “de orden y de moral” vs. una retórica “progresista”[12]. Los primeros, en defensa de la familia y la tranquilidad barrial que aparece amenazada por el avance de la exhibición pornográfica. Los segundos, en defensa de la tolerancia y de los de­rechos amenazados por intereses sectoriales –en particular, los intereses poli­ciales. La sesión legislativa concluyó con la incorporación, entre otras figuras, del artículo 71 “alteración de la tranquilidad pública”. No penalizó la oferta se­xual ni reglamentó el ejercicio de la prostitución. Ésta sería objeto de sanción sólo cuando alterara la tranquilidad pública. El clima de enfrentamientos en que se desarrolló la sesión prefiguraron la corta vida del artículo incorporado[13].
A los actores intervinientes cuando la sanción del Código, se habían incor­porado otros nuevos, representando nuevos papeles. La mayoría provenía de agrupaciones vecinales –principalmente de los barrios de Palermo, Saavedra, Flores y Constitución– nucleadas tanto desde los Consejos de Prevención del Delito y la Violencia promovidos por el gobierno de la ciudad, como desde agrupamientos independientes y, también, aquellos promovidos por las tradi­cionales cooperadoras policiales (Asociaciones de Amigos de las Comisarías)[14]. En un clima de creciente intolerancia, en el que el debate sobre la “moralidad” del CCU se contamina rápidamente con el debate sobre la creciente “inseguridad” que la deroga­ción de los viejos edictos provocaba, se llega a la segunda reforma. Porque va a entrar en escena un nuevo y definitorio actor social: el gobierno nacional en el contexto de la disputa electoral.

La segunda reforma del CCU sancionada el 5 de marzo de 1999 contempló la penalización de la prostitución callejera y de su clientela. El nuevo artículo –que fue consensuado entre los distintos bloques– estableció la sanción de aquellos que ofrezcan o demanden “para sí u otras personas servicios sexuales en los espacios públicos”. Las penas a esta contravención obligan a la realiza­ción de trabajos comunitarios o el pago de multas. La posibilidad de penar a los infractores con penas de hasta 30 días de arresto fue, finalmente, desechada por falta de consenso.
Aterrorizados por las campañas mediáticas (para las que el espectáculo de la exhibición travesti y la violencia vecinal era rating seguro) los legisladores co­mienzan a abandonar la identidad partidaria a la que estaban adscriptos, así como los principios que los había llevados a votar el Código. Al interior de cada bloque legislativo se defienden diferentes posturas y comienza una continua acción de cabildeo y negociación entre el oficialismo y la oposición. En los días previos a la votación, la Alianza había elaborado un borrador de proyecto lo su­ficientemente ambiguo como para que se permitiese la existencia de “zonas rojas” sin llegar a penalizar por completo la prostitución. Así, se especificarían los sitios en los que se prohibía la prostitución callejera: “En el frente o proxi­midades de viviendas, establecimientos educativos, templos, cementerios, pa­seos públicos y lugares donde se estén desarrollando actividades comerciales y culturales”. Sin embargo, esta redacción no contó con los votos suficientes al interior de la propia Alianza, por lo que los legisladores que la apoyaban tu­vieron que recurrir a los votos de otros bloques y, así, “consensuaron” una mo­dificación que directamente penalizase la prostitución, dejando de lado la ins­talación de “zonas rojas”[15].

La sesión empezó dos horas y media más tarde de los previsto y –a diferencia de la sesión del 2 de julio– prácticamente no hubo público. Sólo algunos ve­cinos “morales” pudieron entrar, aunque sin carteles ni pancartas; por el con­trario, no se permitió el ingreso de miembros de las asociaciones de meretrices
o de minorías sexuales.

El resultado de la votación se repartió del siguiente modo: A favor: 43 En contra: 4[16] Abstenciones: 11

La reforma con su nuevo artículo 71 sancionado satisfizo con creces el pe­dido y la propuesta que el año anterior había enviado a la Legislatura el jefe de gobierno porteño, en la que había solicitado que se penalizara ofrecer o re­querir para sí u otra persona, en lugares públicos, servicios sexuales.
Podría decirse que la historia que finalmente culminó en esta última re­forma comenzó el 2 de julio de 1998 con la primera reforma, pero la decisión política de reformar el CCU recién se tomó en febrero de 1999, cuando el presi­dente de la Nación, Carlos Menem, comenzó a castigar públicamente al jefe de gobierno y candidato presidencial de la Alianza, Fernando De la Rúa, diciendo que el gobierno de la CBA permitía que “las mujeres comercializaran sus cuerpos en todas partes.”

Así, la modificación definitiva fue el fruto no sólo de las quejas y moviliza­ciones de los representantes de la parcialidad defensora de “el orden y la moral”, sino el producto de una disputa fundamentalmente electoral. El tema de la prostitución en las calles de Buenos Aires fue visto por los operadores de la Alianza como un costo político demasiado alto para el candidato de ese par­tido, por entonces jefe de gobierno de la Ciudad. “En un año de elecciones, el presidente Menem aprovechó cada oportunidad que tuvo a mano para pegarle al candidato presidencial de la Alianza. Y uno de los flancos que escogió es jus­tamente el CCU” (Clarín, 4 de marzo de 1999).

En esta misma línea de estrategia política, días antes de la sesión legislativa, Carlos Menem amenazó con “reimplantar los edictos policiales en la Ciudad de Buenos Aires para sustituir el mamarracho del Código” (Clarín, 4 de marzo de 1999). Al día siguiente, el Ejecutivo Nacional presentó el Decreto N° 150 que “confusamente” se difundió como si fuera el retorno de los edictos poli­ciales a la Ciudad de Buenos Aires, y que según el entonces ministro de justicia, simplemente era “un texto ordenado de las facultades que tiene la policía” (Clarín, 4 de marzo de 1999) o, en otros términos, la regulación de las facul­tades que tiene la policía para detener por averiguación de identidad[17].

En definitiva, el problema suscitado por la derogación de los edictos de po­licía dejó de ser tratado como un problema de convivencia –tal el nombre del código–, que afecta a quienes habitan la ciudad, para ser una mera disputa más entre agencias, funcionarios y legisladores por el recurso electoral. Así lo ex­presó patéticamente el legislador Sbar:
[…] nos llevan de manera apresurada, de manera veloz, al conflicto y a la coli­sión, al choque entre competencias; y creo –lo digo con gran congoja, con sin­cero pesar y lamento– que aún cuando esto traiga consecuencias para muchas personas, aún cuando se vaya a convertir a muchas personas que ejercen una ac­tividad lícita, en víctimas de una norma, aún cuando dicha norma sea de du­dosa constitucionalidad, la misión más sagrada de esta Legislatura en el día de hoy, la razón de Estado, es evitar ese conflicto constitucional, ese choque de competencias que es el riesgo mayor al que nos están impulsando, el abismo al que nos quieren empujar” (destacado nuestro).
Y, también, el copresidente de la Alianza, Abel Fatala, refiriéndose a la pe­nalización de la prostitución: “aunque suene pacato es lo que la sociedad nos estaba demandando... tampoco podíamos permitir que Menem hiciera cam­paña electoral con este tema” (Clarín, 4 de marzo de 1999). En la misma línea, la legisladora Gabriela González Gass sostuvo que “necesitábamos el debate político. No queríamos que la cuestión de la prostitución quedara en manos del menemismo” (Clarín, 4 de marzo de 1999). Entonces, decidieron ganarle de mano y penalizarla ellos mismos.

Resumiendo, podría decirse que, si seguimos la línea de la “evolución” de las posturas de los legisladores porteños, lo que empezó siendo una discusión política estructural donde lo que se discutía era la subordinación de la policía al aparato de justicia, así como el lugar de los habitantes de la ciudad con respecto a las instituciones, terminó como una discusión político coyuntural, donde el eje de discusión se trasladó hacia un hecho particular: las elecciones presidenciales.

Pero, a su vez, la campaña electoral fue escenario para la campaña de “pá­nico moral”. Como señalan Goode y Ben–Yehuda, este concepto permite ex­tender nuestra comprensión de procesos y cambios sociales. Ata conceptos de una variedad de áreas dispares: la desviación, el crimen, los problemas sociales y los movimientos sociales. Es probable que los pánicos morales clarifiquen los contornos normativos y los límites morales de la sociedad en la que ocurren, haciendo visibles los límites de cuánta diversidad puede tolerarse en una so­ciedad (1994:29). Y sin duda, en este caso, se trataba de tiempos de discrimina­ción e intolerancia.

De cómo al no tener previstas embarcaciones para hacerse a la mar, se toman prestadas otras
La aplicación del Código suponía la creación de la justicia contravencional, como dijéramos más arriba. Ésta comenzó a funcionar con doce fiscalías, siete defensorías y cuatro juzgados. Las fiscalías y las defensorías, se integraron –hasta el momento de escritura del artículo– por un titular (fiscal o defensor) y un secretario. Las fiscalías funcionan en turnos semanales. Cada vez que un fiscal está de turno opera sobre toda la CBA, y no sobre una zona específica, como ocurría con anterioridad a la puesta en marcha de la justicia contraven­cional.

Por las características procesales del Código Contravencional[18],el fiscal es el funcionario encargado de llevar adelante la instrucción –la investigación– de cada caso. El juez, en este tipo de procedimientos, actúa fundamentalmente como un juez de garantías del imputado, esto es, como alguien que controla que no se vulneren los derechos del acusado y que se respete la ley. La instrucción está exclusivamente en manos del fiscal y es él quien va a determinar los tiempos y las medidas de prueba que se van a tomar y con las que posteriormente se va a sus­tentar, o no, una acusación, para luego pedir, o no, la elevación a juicio. Así, el fiscal es un actor principal en el procedimiento contravencional (a diferencia de lo que sucede en el procedimiento criminal y correccional, en el que ese lugar lo ocupa el juez).

Por otra parte, el procedimiento es oral, es decir que cuando se llega a juicio, éste se realiza en una audiencia oral, donde se escucha la declaración de la per­sona a la que se acusa de haber cometido una contravención, las declaraciones de los testigos; el fiscal y el defensor interrogan y hacen las preguntas, para fi­nalmente exponer sus alegatos. El juicio concluye con la sentencia del juez.

El tiempo con que cuenta la fiscalía para instruir una causa es de seis meses, es decir que si no hay una sentencia antes de ese tiempo, la causa prescribe, o sea que esa persona ya no podrá ser juzgada por esa acción. Ahora bien, si la persona acusada –el contraventor– no se presenta al juicio oral sin causa justifi­cada, la causa no prescribe en los plazos establecidos. Uno de los objetivos de este tipo de procedimiento judicial es la celeridad. Se trata de acciones ilegales menores, con lo cual se aspira a una pronta y económica resolución.
Según los primeros datos estadísticos elaborados por la justicia contraven­cional, la mayor cantidad de actas labradas por la policía se habían confeccio­nado por infracción a las siguientes contravenciones: obstrucción vía pública, patoterismo, pelea, portación de arma, desorden y suministro de alcohol a me­nores. Cuando en marzo de 1999 se sanciona el artículo 71 (alteración de la tranquilidad pública) vinculado a la prostitución, pasa a ocupar un claro primer lugar en el ranking contravencional (ver anexo estadístico).
Los primeros funcionarios contravencionales
La vertiginosidad con que debió implementarse la justicia contravencional, una vez derogados los edictos policiales en marzo de 1998, hizo que se tuviese que aprovechar el único aparato burocrático existente en el ámbito de la CBA que podía ser de utilidad para tal fin, aunque sea en forma transitoria: la justicia de faltas. La justicia de faltas era un aparato burocrático que se encontraba en el ámbito administrativo, no era un aparato judicializado; es decir, los jueces de faltas cumplían la función de jueces pero de forma administrativa y según un procedimiento administrativo. Dentro de su competencia entraban cuestiones tales como las infracciones de tránsito, infracciones municipales (fábricas que derraman líquidos en las calles, bares que ponen sus mesas en la vereda). Las sanciones consistían en multas, que formaban parte de los recursos económicos con los que contaba esta justicia.

Hasta el 10 de noviembre de 1998 siguieron funcionando los mismos jueces de faltas pero en un nuevo esquema institucional y organizativo[19].A partir de esa fecha, mediante un decreto firmado por el Jefe de gobierno de la Ciudad, se designaron nuevos funcionarios para cumplir dicha tarea. Hubo una reubicación de los empleados y empezaron a generarse los primeros con­flictos entre la nueva y la antigua estructura:
[...] Esta gente funcionó desde marzo que se aprobó el Código hasta el 10 de no­viembre, cuando salió el decreto designándonos a nosotros, el decreto de De la Rúa [Jefe de gobierno de la CBA], en el mismo cargo. Hubo movidas, alguno que era juez pasó a asesor, algunos volvieron a faltas [a los juzgados de Faltas] y quedaron algunosdelos empleadosdefaltasque despuéscuandovieroncómo venía la mano, que cambiaba en cuanto a reglas de trabajo y un montón de cosas más, el noventa por ciento pidió volver a faltas. Primero no se quería ir nadie, a la semana se querían ir todos... Quedaron tres o cuatro, que son los que en defini­tiva tenían ganas de trabajar, los demás volvieron todos. Y bueno, y ahora quedó, la estructura conformada por los funcionarios nombrados por decreto y con estos tres o cuatro empleados de faltas, que cobran sueldo por faltas y ningún otro apoyo operativo más que los secretarios (Defensora Contravencional).
Los nuevos funcionarios fueron designados ad referendum, es decir, que el nombramiento definitivo quedaba sujeto a lo que resuelva el Consejo de la Magistratura al momento de realizarse los concursos para cubrir esos cargos. La prolongada designación en el cargo, sin el llamado a concurso necesario genera situaciones que, según los propios actores, atenta contra la independencia y el “buen” funcionamiento de la justicia:

Bueno eso produce mucha inseguridad de parte de los funcionarios. Segura­mente eso siempre va a atentar contra la independencia, digamos. Tampoco por las cuestiones que se tratan no hay una injerencia muy directa. Yo por lo menos, que vengo de la justicia federal, bueno me parece como que es recontra independiente [la contravencional] (risas). Pero hay determinadas políticas res­pecto esteee... y que se impulsan desde el Ejecutivo a las que es mucho más permeable esta gente mientras no estén confirmados en el cargo. Acá pueden rajar a cualquiera. Nosotros, incluso yo, los secretarios ni siquiera cobramos acá, todavía (Secretario Contravencional).

La nueva letra de la ley ante los usos consuetudinarios. A la mar: la puesta en marcha de la justicia contravencional
Detenciones policiales, entre la comisaría y la fiscalía
Si algo parecía cambiar con los nuevos dispositivos de pesca usados por el noví­simo barco pesquero, era la antigua facultad policial de detener personas tal como los edictos lo habilitaban. Según la Ley de Procedimiento Contraven­cional, el primer paso que debe seguir el llamado “personal preventor” –la po­licía– es “invitar” a la persona que está cometiendo una acción que constituye una contravención a “cesar” en la misma. Esto es, se debe advertir a la persona de la falta y en el momento registrarlo en un acta, “labrar un acta” . Al mismo tiempo, citar a la persona para que se presente en la sede judicial en el término de cinco días. En caso de que el “contraventor” no cese en la acción como se le indica, el po­licía puede aplicar lo que en jerga se llama la “coacción directa” con el fin de “hacer cesar la conducta de flagrante contravención, cuando pese a la adver­tencia se persiste en ella”. Solo en estos casos, la persona puede ser llevada por la policía a la sede judicial “aprehendida cautelarmente”. Esto significa que no pueden ser llevados a una comisaría, sino a los lugares que correspondan a la justicia contravencional.

Otro caso en que la persona puede ser aprendida por la policía, es cuando no puede comprobar su identidad, cuando no tiene en su poder algún docu­mento para acreditar quién es. En esta circunstancia, debe ser conducida a un lugar de identificación, y no a la comisaría – como sí sucede si la persona es de­tenida por averiguación de identidad–.
¿Identificar o detener?
Sin embargo, estos lugares no habían sido previstos cuando esta justicia co­menzó a funcionar. Los contraventores eran entonces llevados al lugar habili­tado como Centro de Identificaciones[20]. Pero, las condiciones edilicias y de funcionamiento de este Centro resultaban extremadamente parecidas a una antigua comisaría porteña. Así, sin estar legalmente detenidas, pero, a través de prácticas que un lego no puede distinguir, un promedio de treinta y cinco per­sonas por día eran conducidas al Centro. En algunas circunstancias, la can­tidad ascendía a más de setenta y, en estos casos las dimensiones del Centro eran rebasadas. Entonces se organizaban “cuadros” en la calle –a usanza del viejo procedimiento policial–, esto es, la gente era encerrada entre vallas, al aire libre, aun bajo la lluvia o el excesivo calor.
El tiempo de espera para identificar era de entre cinco a siete horas, en los casos en que se enviaban las huellas dactilares a la policía porque la persona no conseguía algún familiar que le acercara su documento de identidad (situación más que frecuente para la gente que vive en la provincia o en los barrios más pobres). En realidad, el promedio de “aprehensión” no difería del usado para las detenciones policiales. Como es frecuente que las huellas dactilares no puedan ser identificadas, porque la persona las tiene borradas o lastimadas por el trabajo que realiza –albañiles, servicio doméstico–, era común que se los lle­vara en patrullero al departamento central de policía.

Debido al precario acondicionamiento del Centro –las paredes sucias, los bancos de madera donde se hacía la espera, rotos y manchados, las oficinas de los fiscales armadas con machimbre y cartón prensado–, la estadía de los con­traventores en el lugar no parecía diferir a la estadía de cualquier detenido en una comisaría. Así, en el lugar en que se tomaban las huellas dactilares, la pared estaba llena de marcas y graffitis de quienes se limpiaban la tinta con la que se les pintaban las manos; los baños funcionaban precariamente (faltaban azu­lejos y mosaicos), el agua chorreaba por los sanitarios. Además, sin separación alguna entre el mostrador de identificación, la sala de espera, el lugar donde se fotografiaba a los contraventores se encontraba, también, un espacio destinado a los “elementos secuestrados” durante el procedimiento contravencional. Estos objetos que constituyen la “prueba” del caso terminaban amontonados en un rincón como bienes de la miseria: tablas de planchar (usadas para el prohibido juego de la mosqueta); botellas vacías o semi llenas de cerveza (por la prohibición de venta de alcohol a menores); chucherías de la venta ambulante; alguna peluca de algún travesti; todo mezclado con cajas que desbordaban de papeles y formularios.

En el segundo semestre del 2000, esta oficina fue mudada a una más mo­derna, funcional y limpia. Pero, sin embargo, la persona acusada de una falta se encuentra en un lugar en el cual, aunque la letra de la ley diga lo contrario, no puede dejar de experimentar que está detenida. Ello así, porque el espacio des­tinado a la espera de los contraventores hasta ser identificados –la sala de es­pera– es compartido por una serie de celdas con barrotes, destinadas a las per­sonas que, en el momento de ser identificadas, les pueda aparecer un pedido de captura. Es de hacer notar que personas en estas condiciones representan menos del 1% del total de contraventores. Ante las celdas vacías, la contun­dencia del espacio enrejado, no puede menos que hacer sentir a quien pasa allí unas horas, que está atrapado en la antigua red de los edictos policiales.
¿Controlar faltas contravencionales o producir estadística?
Como dijéramos más arriba, en el procedimiento de la justicia contravencional es el fiscal la figura central encargada de “impulsar la acción”, de llevarla a cabo. Esto es el punto fuerte que la diferencia de la justicia penal nacional. Pero si los fiscales del Ministerio Público representan los nuevos operarios de las redes que se arrojan al mar, los policías de la Policía Federal parecen haber sido quienes les enseñaron a muchos cómo subirse a los barcos y timonearlos.

Según varios fiscales entrevistados, no es posible hablar del funcionamiento de la justicia contravencional sin hablar del trabajo con y de la policía. En este sentido –según los contravencionales– se presentaron dos tipos de problemas en la aplicación del CCU por parte de la fuerza policial: por un lado, el desco­nocimiento en cuanto al funcionamiento concreto de la nueva normativa y su resistencia al cambio; por el otro, la continuidad en las prácticas ilegales de per­secución con las que la policía ha operado históricamente:
No sé cuántos artículos son, pero de cuarenta y pico de artículos dedicados a contravenciones, los únicos que siguen haciendo [aplicando] son los mismos que hacían antes con los edictos o con lo que eran cuestiones de policía de la ciudad. Es decir, siguen habiendo 2° H [Escándalo–prostitución], ahora 71, sigue habiendo 2° C [Escándalo–travestismo], ahora obstrucción a la vía pú­blica o borracho manejando o borracho molestando por ahí por hostigamiento. Y después siguen haciendo lo que antes era cosa de faltas que ahora pasó a ser contravencional, como violar los semáforos, como cruzar la barrera ferroviaria, quedan las viejas actas de comprobación de infracciones municipales que ahora las trasladaron al acta municipal. Pero en realidad el objeto de atención sigue siendo el mismo, no se aplica ninguna contravención de las nuevas (Fiscal Con­travencional).
Ahora bien, el desconocimiento sobre la aplicación de la reglamentación termina siendo la explicación de fondo de los funcionarios judiciales acerca de la falta de colaboración de la policía en su calidad de auxiliar de la justicia y de “organismo preventor”. De esta manera, la decisión política de no actuar en la calle pasa a un segundo plano y es desplazada por el argumento de la “igno­rancia” de sus agentes.

Tomando como central esta última situación –alegar la “ignorancia” de los agentes policiales–, los funcionarios judiciales sostuvieron la importancia y la necesidad de implementar cursos de formación a la policía que fueron dictados por los fiscales. Simultáneamente, se enviaron instrucciones desde la fiscalía de cámara al jefe de policía acerca de cómo deben hacer las actas contravencio­nales y cómo producir la prueba contravencional[21], para evitar que todo el pro­ceso sea declarado nulo por “defectos de forma”[22].

Los cursos de formación se dieron en la Academia Superior de Policía y fueron obligatorios para todo el personal de comisarías –oficiales, suboficiales, agentes–. Si bien los cursos estuvieron dirigidos a “bajar línea” a la policía, pu­sieron en evidencia que no existía una política clara acerca de esa línea a seguir, reflejando las contradicciones entre los funcionarios judiciales encargados de llevar a cabo el cumplimiento de la nueva normativa:
Fiscal Contravencional: Lo que pasa es que es también qué es lo que vos le transmitís a la policía. Por ejemplo, el día que fui yo, el fiscal que me acompa­ñaba a mí para transmitirle... Bueno, los policías están muy preocupados si ellos pueden adoptar o no medidas de coacción directa, eso los desvela: si pueden llevar detenido, si no pueden llevar detenidos, si pueden secuestrar, si no pueden secuestrar. Y el tema giraba en parte a eso. Y este tipo para ilustrar qué es lo que se podía hacer, dijo una frase parecida a ésta: «ustedes pueden pegar palo, si ustedes tienen que pegar palo, peguen palo... Porque son ustedes los que están ahí, son ustedes los que están en el momento, entonces peguen». [...] Defensora: El punto es que si el curso es para enseñarle a la policía a trabajar en esto, no pueden ir cuatro fiscales a decir cosas distintas. Porque si no, el cana, yo creo que dice: “yo hago lo que a mí me parece, viejo, y ustedes mátense.
El tono crítico de este extracto de una charla-entrevista, muestra no sólo las diferencias acerca de cómo debe llevarse a cabo un procedimiento en las formas, sino también acerca de las ideas que se manejan respecto de las atribu­ciones de la policía y la injerencia que pueden, o deben, tener las fuerzas de se­guridad y las instituciones del estado sobre los habitantes de la ciudad. Es este mismo punto el que conduce a otro problema en el cual parece haber menos discusiones y enfrentamientos entre la justicia y la policía. Y que se justifica desde dos consolidados núcleos argumentales: por una parte, el “siempre se hizo así” y, por otra, el que se organiza sobre las “carencias materiales y presu­puestarias” (al modo de dificultades edilicias, de presupuesto, de personal, de lugares para alojar a los detenidos, etc.). Así, el clásico tema de las detenciones o, en términos contravencionales y garantistas, “la aprehensión cautelar”, vuelve a ser el punto frágil de la discusión.

Paralelamente, y como consecuencia de la resistencia de la policía al Código de Convivencia, ésta no hacía actas por contravenciones, ni “aprehendía caute­larmente”. Decía, en cambio, que tenía “las manos atadas”. Tener las manos atadas, en la traducción mediática del argumento, es sinónimo de avance de la inseguridad callejera. Y, como la policía no detenía por contravenciones, mu­chos fiscales se vieron “obligados” a salir ellos mismos a hacer operativos para “mostrarle” a la policía cómo era la tarea:
Entonces hicimos un par de operativos y demostramos que nosotros podíamos identificar, ya que ellos no lo hacían. Entonces armamos una guardia baja con personal de la comisaría x, armamos una oficina e hicimos las identificaciones nosotros en nuestra dependencia (Fiscal de Cámara Contravencional).
La contraofensiva de la policía –apoyada por el Ejecutivo Nacional– se pro­dujo a comienzos del mes de septiembre, cuando resolvió implementar el ope­rativo “Espiral Urbana” (en pleno proceso de discusión para la tercera reforma del CCU, ver supra):
A partir de ayer, a las 7 de la mañana, la ciudad de Buenos Aires tiene colo­cado su propio dispositivo espiral preventivo. Se trata del Servicio Especial Metropolitano (SEM) o Espiral Urbano, ideado por la Policía Federal para prevenir la ola de asaltos, reforzando la actividad de las comisarías, luego del fracaso del Cerrojo Activo y del Operativo Restaurantes. Cuenta con 400 hombres divididos en cuatro cuerpos que patrullaránenforma concéntrica las calles de la ciudad. Cada cuerpo dispone de 42 vehículos, del apoyo de he­licópteros y de 80 parejas de Infantería. El gobierno nacional aportó 30 mi­llones de pesos para sustentar al SEM, 20 de los cuales serán destinados a la compra de equipamientos, y 10 para incorporar por tandas a 3 mil nuevos po­licías, y convocar a casi un millar de retirados antes de fin de año. Durante la presentación del SEM no faltaron las críticas al Código de Convivencia y la invocación al caducado edicto que penaba el merodeo [...] (Diario Página/12, 1 de setiembre de 1998).
Fue así que, realizando un trabajo de ingeniería normativa, la Policía Fe­deral se valió de las herramientas “legales” con que contaban para contrarrestar la “inmovilización de manos” a la que dijeron verse sometidos con la deroga­ción de los edictos policiales. En esta línea anunciaron que comenzarían a aplicar la llamada Ley Lázara, que les permite detener a las personas durante diez horas para averiguar su identidad:
[...] Durante el tiempo que dure el operativo en un barrio, la Policía podrá identificar a las personas que considere como «sospechosas». En este punto es donde aplicarán la Ley Lázara [...] Además, en estos operativos –que serán sor­presivos– la Policía podrá registrar autos, buscar armas, drogas y taxis robados, y aplicará el Código contravencional (Diario Clarín, 1 de septiembre de 1998).
Durante la conferencia de prensa, en que se dio a publicidad el nuevo Ope­rativo, el entonces Jefe de Superintendencias Metropolitana, Comisario Fer­nández, arremetió explícitamente contra el Código de Convivencia Urbana di­ciendo que:
[...] no es operativo porque no permite la prevención. No cuenta con las figuras necesarias. Sólo nos habilita a pedir identificación. Si el sospechoso tiene una ganzúa, se la podemos secuestrar. Pero no lo podemos detener, porque no había llegado a robar nada. No hay prevención. Entonces, tenemos que apelar al Có­digo Penal [...] la policía debe amoldarse a las leyes que dictan los legisladores [...] con las escasas herramientas que disponemos, debemos responder a la gente [...] Nosotros tenemos que ir buscando formas más activas, dentro de los medios que nos otorgan la leyes, para dar respuesta a la gente, como lo hacemos con el «SEM» (Diario Clarín, 1 de septiembre de 1998).
La respuesta por parte de los fiscales de Cámara a esta arremetida de la Po­licía Federal contra el CCU y la justicia de la que ellos forman parte, fue con­minar a la fuerza al labrado de actas contravencionales:
[...] no hay voluntad política de aplicar el Código [...] si en 15 días siguen sin le­vantar actas, vamos a presentar una denuncia penal por incumplimiento de de­beres de funcionario público contra los responsables de la política de seguridad (Fiscal de Cámara, Juan C. López; Diario Página/12, 4 de septiembre de 1998).
Así al poco tiempo, según evaluación de los propios funcionarios judiciales, la “productividad” de las comisarías había aumentado:
Lo que sale en los diarios es cierto [la policía diciendo «tenemos las manos atadas»], pero para abajo también es cierto que empiezan a duplicar y triplicar el trabajo, de todo, mal hecho, invento, qué sé yo, pero hacen productividad [...] Te hacen 500 actas para un mes, cuando antes te habían hecho 500 actas en tres meses. ¿Qué sig­nifica esto? Dicen: «No, por las dudas que nos metan una denuncia penal por in­cumplimiento de deberes, hago cosas» (Fiscal Contravencional).

¿Prácticas democráticas o trasvasamiento de prácticas autoritarias?
La creación de la justicia contravencional, dada la historia y las características que presentan los edictos, está ubicada en una intersección donde se dibuja un espacio de disputa entre la agencia judicial y la policial. La aplicación de edictos había funcionado como un instrumento hábil para demostrar el “buen funcio­namiento” del trabajo policial. Así, cuando una comisaría quería demostrar a los vecinos o a las autoridades policiales o políticas la eficacia de la prevención, le bastaba con exhibir las estadísticas de detenciones y condenas por contraven­ciones. En este contexto, ante la incomodidad que le producía la aplicación del Código Contravencional, la policía se valió no sólo de otras normas de mayor o menor jerarquía, sino que recibió la solicitud de boca del propio Ministerio Público de labrar actas contravencionales, que no es otra cosa que la vieja prác­tica de “hacer estadística”, pero ahora a pedido explícito de los propios Fiscales de Cámara:
Fiscal Contravencional: [...] el hecho de darle en su momento [los fiscales] la orden a la policía de “colaboren, hagan actas”, como le dijeron en ese curso [se refiere al curso dado por los fiscales a la Policía Federal]. Bueno, “hay que hacer actas”. Entonces, los canas [los policías] tienen ahora la orden de hacer dos actas contravencionales por turno. Entrevistadora: ¿Lo que se conoce en la policía como “cumplir con la estadís­tica”? Fiscal Contravencional: Claro, estadística, volvemos a lo mismo. Entrevistadora: ¿Esa fue la orden de los fiscales? Fiscal Contravencional: La orden de los fiscales de cámara fue “trabajen más, sea como sea”. Entonces la orden que les bajó jefatura a las comisarías es que tienen que hacer dos contravenciones por turno, o sea ocho contravenciones por día. No importa de qué, o sea, “hacemos 500 meadores [personas que orinan en la calle].
Al pedido de efectuar estadística, procedimiento que deja un campo libre para la detención, se sumaron todas las estrategias –legales y no tanto– para de­tener con las que cuenta la policía. Así, entre las prácticas recicladas y las estra­tegias implementadas para la detención se encuentran:
1. Convertir una contravención en un delito: si una persona está cometiendo una contravención y no cesa en la actividad ante la invitación del oficial pre­ventor, éste puede proceder a una “aprehensión cautelar”. Pero si la persona se resiste recién ahí puede detenerla por “resistencia a la autoridad”, acción con­templada en el código penal, es decir, un delito. En varios casos la policía saltea todas las instancias contravencionales y detiene directamente por “resistencia a la autoridad”, en especial cuando el supuesto contraventor se insolenta o re­clama por los malos tratos recibidos.
2. Aplicar la “coacción directa” la mayor cantidad de veces que le sea posible, en otras palabras, convertir la excepción en regla.
3. Volver a detener a las personas a las cuatro cuadras de haber sido liberadas por “persistir en la actividad” (particularmente, en el caso de travestis y prosti­tutas que salen de la fiscalía vestidas tal como habían llegado, y por lo tanto, se argumenta “no han cesado en la actividad”).

Volviendo a la metáfora de Cohen y a las preguntas enunciadas al co­mienzo, pareciera que, aunque todos los barcos pesqueros fueron provistos de las nuevas redes y de nuevos pescadores, muchos siguieron siendo propiedad de los antiguos dueños y éstos, mientras replegaban la red interdicta, continuaron utilizando otras de probado uso.

Los peces en la red. El perfil del contraventor
La mayoría de los contraventores no tienen una asistencia jurídica particular. Esto se debe, en parte, a que se trata de hechos menores donde no parecería tener mayor importancia la existencia de un defensor particular para la resolu­ción efectiva del caso. Sin embargo, la otra parte de la explicación radica en la extracción social de quienes son las personas sobre las que opera el CCU.

En general, según los propios funcionarios, los contraventores son la gente “más desamparada”. Así, cuando se labra un acta por orinar en la calle, quien se ve implicado generalmente es un mendigo; cuando se trata de ruidos molestos, el obrero de la empresa privada de electricidad que estaba trabajando para la empresa; cuando es obstrucción de la vía pública, el empleado de un canal de cable al que lo mandaron poner la mesa de propaganda en la calle. Una cosa si­milar sucede con las contravenciones por venta de alcohol a menores. En los maxikioscos, en general los encargados son jóvenes que tienen la orden del dueño de vender alcohol y que al momento de presentarse en la fiscalía ya ni si­quiera tienen ese trabajo:
Llegan personas que cuando vienen acá ya están desocupados porque los echaron del kiosco. Se da esa cuestión. Entonces nosotros tenemos que hacer un lío con un tipo desocupado. El chico dice: “Sí, en ese momento yo vendía al­cohol porque atendía un kiosco. Y entonces vino un pibe y no le pedí docu­mentos”. Capaz que tiene un pedido de pena de 500 pesos (Secretario de De­fensoría Contravencional).

La otra gran cantidad de detenciones se dan por el artículo que corresponde a “desorden”, o sea aquellos casos en los cuales se producen disturbios en un partido de fútbol. Y finalmente, está la estrella de los artículos, el polémico “71" que hasta la última reforma penaba la ”alteración de la tranquilidad pú­blica" y que actualmente pena en forma directa, el ejercicio de la prostitución. En este caso, los clientes son prostitutas y travestis, pero la aplicación e inter­pretación de este artículo, merece un capítulo aparte.
“Si tiene cara de perro, ladra como un perro, mueve la cola como un perro: es un perro”[23]
Fueron éstas las gráficas instrucciones dadas por el fiscal de cámara a los comi­sarios de la Policía Federal cuando plantearon –luego de la reforma del CCU de marzo de 1999– las dificultades que se les presentaban para demostrar, en su tarea de prevención, que una chica parada en una esquina es una prostituta.

Lo que quedó plasmado en esta frase es la lógica de “portación de cara” con la que vienen operando algunos fiscales contravencionales y que queda al des­cubierto al momento de sancionarse una norma que avala la persecución de ciertos sectores de la población. Así, esta lógica también podía rastrearse antes de la reforma, tanto en la policía como en los fiscales, cuando la contravención –referente a la prostitución– castigaba la “alteración de la tranquilidad pú­blica”. La idea que maneja(ba) la fuerza policial –sostenida en su accionar con­creto– era casi sencilla y evidente: cuando se labraba el acta contravencional, en la descripción del hecho se hacía constar “ejercicio de la prostitución”:
[...] por como está redactado mi interpretación es que lo que tiene que haber es una alteración de la tranquilidad pública, no un grupo de mujeres ejerciendo la prostitución, o travestis o gays o lo que fuera. Entonces, lo que tiene que haber para mí es eso, primero desorden, después vemos por qué se produce. Si se pro­duce porque hay gente gritando, si hay gente jugando al póker, o putas. Y hasta ahora el funcionamiento real era exactamente a la inversa, porque “hay putas”, “hay alteración a la tranquilidad pública (Fiscal Contravencional).
La polémica sobre la detención se tradujo en el dilema sobre si debía ser en sede policial o en sede judicial, transformando esta cuestión en una clara disputa de poder. Esta discusión se vio acentuada durante los primeros meses de aplicación del CCU ya que, como dijimos, aun no existían los edificios judi­ciales destinados a la detención de contraventores y, por lo tanto, había que llevar a los detenidos a las fiscalías o bien optar por la comisaría.
El art. 19 habla de coacción directa, coacción directa es poner mano sobre. Todos me dirán, como sucede en la escuela de policía, que hay que tener, lógi­camente, cuidado con el tema de las lesiones, el tema de llevar a la persona a la comisaría y demás, que lo conocemos acabadamente. Lo que yo quiero referir es que la ley está hablando de coacción directa y de aprehensión, la autoridad preventora tiene la norma legal para poder realizar coacción directa sobre las personas y para poder aprehender a las personas, ¿de acuerdo? Entonces, hay elementos, dentro del Código para hacer cesar las contravenciones. O sea, los elementos en la ley están. Estamos hablando de coacción directa, estamos ha­blando de aprehensión, ¿de acuerdo? Entonces, los elementos están, hay que tener ejercicio para utilizarlos, pero los elementos están y deben ser utilizados, sí. (Fiscal Contravencional en una reunión vecinal).
Así las cosas, mientras se discutía sobre el lugar, el tiempo y las condiciones de detención y se inauguraban nuevos edificios y estructuras, en la calle, la po­licía seguía actuando, según los mismos criterios discrecionales que en vigencia de los edictos (esto es, “portación de cara” e identificación de “zonas de riesgo”).

Fiscales, policías, vecinos: aprendiendo viejas rutinas en los nuevos barcos pesqueros
En tanto el procedimiento contravencional está previsto para conflictos de convivencia entre vecinos de la ciudad, la nueva justicia se propuso alcanzar un contacto cercano y directo con la gente, en otros términos, adquirir las caracte­rísticas propias de una justicia local. A su vez, el pasaje del control policial sobre la aplicación de los edictos al control judicial sobre los problemas de convi­vencia supuso el establecimiento de una serie de garantías judiciales como ba­rreras a la acción discrecional de la policía.

Bajo esta impronta, se diseñó la primera etapa del procedimiento contra­vencional, esto es, el momento anterior a la etapa judicial propiamente dicha: la detección de una contravención, el labrado del acta y la etapa probatoria. Los actores principales de esta primera etapa del procedimiento son los fiscales con­travencionales y la policía. A ellos se suman sectores de vecinos de la ciudad de Buenos Aires, con un rol protagónico en el funcionamiento de la nueva jus­ticia.
Los fiscales y la policía: oposiciones e identidades (del control judicial al policiamiento de los fiscales)
Aplacada la tormenta en torno a la sanción del código, los sucesivos meses de su aplicación parecieron resultar en la adaptación de la policía a la nueva regla­mentación, o al menos en una mejor disposición para ponerla en funciona­miento. Esta actitud policial supuso, al mismo tiempo, un reacomodamiento en la relación entre policías y fiscales. Apaciguado el conflicto, entonces, ambos comenzaron a trabajar en conjunto con el objetivo de llevar a cabo la primera etapa del procedimiento contravencional. En este sentido, se reforzó la impor­tancia dada a la cantidad de actas:
Estamos teniendo contacto directo con el personal preventor, que en este caso es la Policía Federal, para lo cual ellos nos trasmiten, generalmente, por tener mucho más experiencia de calle, cuáles son los requerimientos que ellos como preventores necesitan desde la calle. Y nosotros desde la fiscalía les volcamos cuáles son nuestros requerimientos, en cuanto al orden procesal y en cuanto al la­brado de actas y demás. [...] Hoy, gracias a Dios, la policía está recibiendo ins­trucciones específicas de cómo necesitamos nosotros que se labren las actas, qué contenido deben tener, de qué manera lo deben expresar. Y si a eso le sumamos el haber podido lograr que las actas se encuentren numeradas, es decir, cada comi­saría que firma un recibo de las actas numeradas y luego deben devolver los car­tones vacíos, estamos en condiciones de decir, obviamente no en lo inmediato, queyaseestánotando en la fiscalía queelcúmulodetrabajo empiezaaaumentar en forma significativayqueelporcentajedeactas se puedeinstruirdeuna ma­nera eficiente para poder llegar a un resultado, el cual puede ser una condena contra el contraventor. Ha empezado a aumentar en forma geométrica y signifi­cativa. Eso es una alegría para nosotros, es realmente una alegría el ver cómo cuando se encara un trabajo, que con conciencia y con organización desde la base y, yendo a la comunicación entre lo que es la fiscalía y el preventor, se empiezan a generar resultados (Fiscal Contravencional en una reunión vecinal).
La necesidad de seguir de cerca la acción de la policía fue leída por los fis­cales como una de las condiciones de funcionamiento del código, pero ya no para garantizar la falta de abusos policiales sino para asegurar el labrado de actas. En este sentido, se planearon salidas conjuntas entre fiscales y policías, quienes, en un mismo automóvil, recorrieron las calles de la ciudad asegurando el labrado de actas y el acopio de pruebas[24]. El objetivo de estos operativos fue la “detección” de infractores y recayó fundamentalmente sobre aquellas contra­venciones de mayor repercusión:
Yo les voy a contar las experiencias personales que estamos teniendo en relación a que estamos realizando procedimientos en la calle, y muchos comisarios aquí presentes lo saben, conjuntamente con la Policía Federal. Durante todo el mes de diciembre, yo he participado de procedimientos estrictos en la zona, por ejemplo, de Palermo, con la cuestión del art. 71, en el tema de la alteración de la tranquilidad pública. Se han hecho numerosos procedimientos, se han labrado numerosas actas, y durante el mes de diciembre ha disminuido, bastante, ob­viamente, no se ha erradicado, estoy diciendo, se ha disminuido bastante, con la presencia de la policía en la calle, con la presencia de los fiscales organizando los procedimientos, la cuestión de la alteración de la tranquilidad pública, que es el art. 71. [...] Hemos hecho también, procedimientos en relación a sumi­nistro de alcohol a menores, que nos ha ido bastante bien también, hemos hecho procedimientos en relación a obstrucción de la vía pública en el tema de vendedores ambulantes, en definitiva, durante todo el mes de diciembre hemos salido a la calle, hemos salido, palmo a palmo, con la policía, con la comisarías de la zona a mostrar presencia, hemos salido a realizar distintos operativos y hemos tenido, digamos, resultados muy positivos en relación a eso (Fiscal Con­travencional en una reunión vecinal).
En este contexto, parece justificado afirmar que este trabajo conjunto entre policías y fiscales sobre algunas zonas de la ciudad se encaminó más hacia la puesta en visibilidad de la nueva justicia, que hacia la solución de problemas de convivencia.

A su vez, la intervención de los fiscales en el ámbito propio de trabajo de la policía, la calle, bien pudo haber traído resquemores al interior de la fuerza, re­generando el clima de conflicto y reticencia en la aplicación del código. Sin em­bargo, la actitud de los fiscales rápidamente demostró que, más que un obs­táculo al accionar policial, el trabajo conjunto aseguraba a la policía el respaldo judicial sobre su actuación. En este sentido, una nueva alianza se trazó entre fis­cales y policías:
Mientras la policía actúe dentro de la ley, nosotros, no sólo los vamos a res­paldar, sino que les vamos a poner el pecho. Esto significa, lisa y llanamente, no por una cuestión de heroísmo ni nada por el estilo, sino que la policía son nues­tros ojos en la calle. Entonces, nosotros, como fiscales y como ministerio pú­blico, los vamos a respaldar en todo, ¿sí?, siempre y cuando actúen dentro de la ley. Hasta les ponemos ejemplos, puntuales, un ejemplo que me viene a la mente: hay resquemor en el tema de la aprehensión, por ejemplo, por cues­tiones de privación ilegítima de la libertad. Nosotros estamos diciendo y ya di­jimos en varias oportunidades, que nosotros no pedimos que la policía se adecue, si la policía está en un medio hostil, como puede ser una manifestación, no vamos a pedir, mientras que lluevan palos y piedras, que se pongan a labrar actas. En este caso, la policía puede aprehender y llevar a comisaría, labrar el acta ahí y notificar al fiscal, eso es lo que le quiero aclarar (Fiscal Contraven­cional en una reunión vecinal).
La relación entre la policía y los fiscales en torno al sistema contravencional, que se mostró conflictiva en una primera etapa, experimentó un reacomoda­miento en función de criterios comunes y acciones conjuntas, y gracias al res­paldo que la policía obtuvo de los fiscales. La lucha por el manejo de los barcos, a su vez, fue el canal de presión de otros barquillos: los tripulados por los ve­cinos.
Los fiscales y los vecinos: oposiciones e identidades (justicia local vs. policiamiento de los vecinos)
El contexto de sanción del nuevo código estuvo condicionado por las presiones vecinales en pos de la sanción de determinadas conductas (prostitución, me­rodeo, etc.). De la misma manera, el comienzo del funcionamiento del código continuó siendo influenciado por un visible lobby vecinal sobre la aplicación de aquellas figuras que habían sido objeto de polémica.

Por su parte, el espíritu de creación de la nueva justicia se basó y representó en valores como democratización, celeridad, publicidad. Acorde a estos va­lores, la justicia contravencional se presentó como una justicia ágil, desformali­zada y local, en función de los conflictos que estaría encargada de regular:
La generalidad del procedimiento [contravencional] es un proceso rápido, y así fue el espíritu del legislador cuando legisló esta clase de cuestiones. El leitmotiv de la ley, o el espíritu que impulsa a todos nosotros en el ministerio público es, dentro las posibilidades que tenemos en este momento, tratar de dar respuesta al vecino de una manera rápida, ágil y concreta. Que esto no sea más de lo mismo de lo que puede llegar a ser la justicia a nivel nacional. Tratamos de ma­nejar otros tiempos, tratamos de manejar otra simpleza, tratamos de manejar otro tipo de ritualismos, ¿sí? Para poder en definitiva dar respuesta al vecino de una manera ágil y concreta. Porque en definitiva esta justicia es la justicia del vecino de la CBA, es la primer justicia con la cual el vecino se encuentra, es la justicia que regula la convivencia del vecino (Fiscal Contravencional en una reunión vecinal).
Según esta idea de justicia local, los fiscales comenzaron su trabajo de “acer­camiento a la gente” para brindar respuestas a los vecinos. Este acercamiento se concretó en el marco de las reuniones organizadas por el gobierno de la Ciudad, en función de la problemática de la seguridad callejera, en los distintos barrios. En épocas de la sanción del CCU y en los meses siguientes a su puesta en funcionamiento, estas reuniones funcionaron como escenarios propicios para la difusión del nuevo sistema, así como para el ejercicio de presión de aquellos vecinos que participaban de ellas. El contacto entre fiscales y vecinos en el marco de estos Consejos de Prevención del Delito y la Violencia marcó la tonalidad de este acercamiento:
Quiero agradecer nuevamente la oportunidad de tener un contacto directo con los vecinos de la CBA. Valoro la posibilidad de comunicarnos directamente con los funcionarios y en este caso el ministerio público, el poder judicial de la CBA. Creo que es muy alentador para todos, tener información directa de los vecinos de lo que está sucediendo en la calle realmente. Para mí es importante que ustedes puedan trasmitir la realidad palpable de lo que es el CCU en la CBA (presentación de un Fiscal Contravencional en una reunión vecinal).
Este proceso de acercamiento, sin embargo, no fue ajeno a conflictos, ya que los vecinos que se acercaban y que habían militado activamente al mo­mento de sanción del CCU, presentaban a los funcionarios sus quejas por la falta de aplicación del código, la mala disposición policial, la ineficacia de la justicia y la sanción de un código “protector de la delincuencia y no de los dere­chos humanos de los vecinos que pagamos nuestros impuestos” (Vecino en los consejos barriales). O:
Los legisladores han legislado para los no contribuyentes y para los delin­cuentes. Han hecho un código para la delincuencia, porque protege a los delin­cuentes, a los no contribuyentes, a los que viven al margen de la ley. A nosotros como vecinos ese código no nos protege (Vecino en una reunión con la pre­sencia de un Fiscal Contravencional).
Frente a las oposiciones y reacciones vecinales, los fiscales optaron nueva­mente por demostrar que, más allá de las posibles deficiencias y falencias del CCU, la justicia contravencional podía funcionar. Una nueva alianza se esta­bleció entre fiscales, policías y vecinos en oposición a los legisladores que san­cionaron el código. En esta línea, si bien algunos fiscales festejaban el hecho de la derogación de los edictos y la sanción de una ley, se amparaban de las críticas –y se unían a ellas de forma solapada– a través del consabido acatamiento a la ley[25]:

Yo aplico la ley, no la hago. Yo creo que no es la oportunidad para la disputa sobre qué medidas son convenientes, operativas o no, [el código] es lo que hay y punto; bien o mal, hay que trabajar con eso y remitirnos a lo que hay (Fiscal Contravencional en una reunión vecinal).
Sin embargo, a fin de soslayar posibles disputas políticas e institucionales con los legisladores, la discusión legislativa pasó a un segundo plano. Es así que, para dar respuesta a la insatisfacción vecinal, los fiscales comenzaron a ensayar otras explicaciones sobre el hundimiento del barco. Las actas mal labradas por la policía fueron el primer blanco, pero también los vecinos y la misma justicia contravencional recibieron sus cuotas de responsabilidad. Los primeros debido a la falta de iniciativa para denunciar infracciones y la última por la exigencia del propio sistema sobre la necesidad de juntar pruebas[26].

Estos dos últimos aspectos hicieron de los vecinos potenciales protagonistas de la aplicación del CCU, una buena alianza para que las redes lleguen a puerto, llenas de peces. Así, el acercamiento a la gente se convirtió en colabora­ción vecinal, a través de la denuncia y la recolección de pruebas, ambos presen­tados por los fiscales como esenciales para el buen funcionamiento del sistema. En este sentido, los criterios para medir la eficiencia y el éxito de la justicia con­travencional se tradujeron en términos de condenas logradas, en una concep­ción claramente represiva sobre los problemas de convivencia. Así, los vecinos se transforman en solícitos anzuelos para la captación de pececillos.

Podemos decir entonces que el acercamiento y contacto directo entre ve­cinos y fiscales, más que asegurar la resolución informal y por canales alterna­tivos de los problemas de convivencia, terminó resultando en una suerte de de­lación vecinal de “personajes molestos” que permitiera al sistema de control policial y judicial reprimir sus conductas[27]. De esta forma, el carácter local y desinformalizado del sistema contravencional se tradujo en una alianza entre fis­cales, policías y vecinos, a través de la que circulaba información, colaboración, recolección de pruebas y cantidad de actas, en pos de que las redes pesqueras cumplan su destino: la condena.

Conclusiones
La implementación de la justicia contravencional implicaba dos riesgos. Por un lado, que se castiguen conductas que por sus características deberían ser re­sueltas a través de mecanismos desjudicializados y alternativos al sistema penal; por el otro, que se crease un nuevo aparato que justificara su existencia me­diante un mayor control y persecución penal.
En relación al primer punto, si bien es cierto que no se buscó la construc­ción de un aparato desjudicializado –por el contrario, el objetivo era judicia­lizar conductas que antes sólo estaban en manos de la fuerza policial–, los men­tores de la reforma tuvieron como eje principal lograr un sistema con una mayor racionalidad burocrática y que tuviese entre sus fundamentos princi­pales el respeto de los derechos humanos y de las garantías civiles.

Una de las primeras preguntas formuladas al comienzo de este artículo re­fería al alcance de las mallas –¿se extienden a nuevos espacios?– y a los tipos de peces que caían en ellas –¿son los mismos de siempre, son otros, son menos, son más? Sin lugar a dudas, durante los primeros tiempos de la implementación de la nueva normativa se produjo una suerte de encogimiento de las redes, así como nuevos intentos de crear otras mallas que reemplacen a las que fueron sacadas de circulación. Este proceso ambiguo se debió en parte al desconcierto produ­cido por la nueva situación, en parte al reacomodamiento de los viejos y los nuevos pescadores.

Fundamentalmente, en los primeros momentos de este proceso, quedaron fuera de las redes tradicionales quienes eran sus clientes habituales, a saber, tra­vestis y prostitutas. Paradójicamente, estos sectores fueron atrapados por nuevas mallas que los ubicaron en el centro de la atención pública. Organiza­ciones vecinales de algunos barrios porteños, acompañadas por los medios de comunicación, salieron en una cruzada moral a denunciar y combatir la propa­gación de la prostitución. Páginas y páginas de los diarios, miles de minutos te­levisivos, manifestaciones por las calles de Palermo, de Flores y de Constitu­ción para reclamar por ese “flagelo” que parecía azotar como una peste las castas y profilácticas calles de Buenos Aires.

Es con este telón de fondo que se produce la reforma del Código Contra­vencional de marzo del 1999. Las redes, replegadas en un primer momento, son arrojadas con renovadas fuerzas por parte de los pescadores, y extendidas con mayor amplitud para capturar los mismos cardúmenes de siempre, pero ahora con renovados y publicitarios bríos.

Este artículo sólo permite arriesgar algunas hipótesis sobre la densidad, el tamaño y el alcance de esas redes. El peligro de la incorporación en el funciona­miento judicial de una cantidad de prácticas que eran utilizadas tradicional­mente por la policía en su actividad cotidiana parece cierto. Estas prácticas diri­gidas sobre determinados sectores de la población, permitían a la institución no sólo producir estadísticas que demuestren la eficacia laboral de la fuerza, sino demostrar un alto grado de control y una mayor presencia policial sobre la jurisdicción. Son todos estos mecanismos que conforman ese ejercicio de la violencia poco espectacular, permanente, opacado, que caracteriza el quehacer policial (Tiscornia, 1997), los que comienzan a ser retomados por muchos fis­cales y funcionarios judiciales en su trabajo cotidiano.

Esto implica que la judicialización de las contravenciones produjo una reac­tualización de las relaciones entre el Ministerio Público y la policía que será ne­cesario profundizar[28]. Es éste un momento de asombro y acomodamiento a la nueva normativa, que conlleva un aggiornamiento de prácticas consuetudina­rias (tal sería el caso de las estadísticas y los instrumentos para llenarlas: las de­tenciones por averiguación de identidad y por resistencia a la autoridad), tanto como un aprendizaje y una rutinización de nuevas tareas, en un proceso de disputa entre agencias por nuevos y viejos espacios de poder.

Otra de las preguntas planteadas al comienzo del artículo refería al tamaño de los agujeros de la red. Pensar en los posibles intersticios de la “malla contra­vencional” por donde los peces podrían escabullirse, es aún una tarea apresu­rada. Sin embargo, sería factible e interesante cambiar el sujeto y el punto de partida de la pregunta: en lugar de partir de las posibles fisuras por las cuales las víctimas logran evadir el sistema, hacerlo desde las hendiduras que permiten que se filtren prácticas autoritarias en el ejercicio del poder de la policía y la jus­ticia.
Desde este lugar, es posible interrogarse acerca de la ausencia de mecanismos que permitan monitorear la implementación y el funcionamiento de un código que, en su proyecto originario, pretendía contemplar el respeto de los derechos civiles y que, en su aplicación jurídica, se encolumnaba tras postulaciones ga­rantistas y democráticas. Una vez más, pareciera que los gestores del nuevo có­digo partieron del supuesto de que las normas en su aplicación modifican la realidad, dejando en un segundo plano el análisis de las prácticas, tradiciones y costumbres sobre las que ésta se estructura.
¿Existe una nueva red? No es evidente que la justicia contravencional apa­rezca como un aparato que controla “nuevas conductas”, sin embargo, está claro que se trata de un sistema burocrático que va construyendo su identidad en oposición y alianza con otros sectores, ya sean estos la policía federal, la jus­ticia nacional o la justicia de faltas.
¿Está siempre visible o está camuflada? El desconocimiento de los pasos del proceso a los que debe someterse quien comete una falta resulta en la emer­gencia sostenida de una amplia zona gris que se convierte en la pena informal y, por lo tanto, en el camuflaje de la red de control ilegal. Así, es común que la po­licía amenace al infractor con una posible detención, al momento de labrar el acta, sin advertirle que el arresto sólo es posible si no concurre a la fiscalía cuando es citado por segunda vez. La lentitud habitual del proceso (entre el la­brado del acta y la citación pueden transcurrir uno o más meses) resulta un es­pacio de tiempo en que la policía coacciona al infractor y convierte a la coac­ción en la reconstrucción de la malla de control de ilegalismos y cobro de cánones.
Finalmente, ¿cuáles son los efectos sobre el resto del universo marino, es decir, la sociedad? Páginas y páginas de diarios, chorros de tinta volcados en revistas, programas políticos, noticieros, reuniones barriales, manifestaciones frente a la legislatura, todos esos espacios dedicados a discusiones que tenían como centro a la prostitución, a la inseguridad, a las “imposibilidades y obstáculos” de la po­licía para conjurar el delito. Todo ello generado por el nuevo código. Sin lugar a dudas, en cuestiones de oleaje, la nueva normativa generó un verdadero ma­remoto. No obstante, como todos los maremotos, luego del desastre el paisaje se recompone. El sistema contravencional resulta conocido por sus operadores y algunas de sus víctimas. Fuera de ellos, la mayor parte de la población piensa que los edictos policiales siguen en vigencia, aún sin poder explicar qué son exactamente.

Sin duda que no es tiempo aún de medir los efectos de la derogación de los viejos edictos y, por lo tanto, de la facultad policial de detener y juzgar personas –facultad que, en lo atinente a la detención, conserva a través de la figura de “averiguación de identidad”. En este trabajo se han señalado algunas de las cuestiones, a nuestro entender, más importantes para administrar la convi­vencia antes que para reprimir la diferencia y la pobreza.

Bibliografía referida

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Fuentes documentales

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CÓDIGO CONTRAVENCIONAL DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES. 1998.

DIARIOS DE SESIONES DE LA LEGISLATURA PORTEÑA. 9 de marzo de 1998, 2 de julio de 1998 y 5 de marzo de 1999.

Diario Clarín, Bs.As –desde el 1° de septiembre de 1998 y 4 de marzo de 1999.
Diario Página 12, Bs.As. –desde el 1° de septiembre de 1998 y 4 de marzo de 1999.
[1] Hasta ese momento, los conflictos que ocurrían en el territorio de la ciudad de Buenos Aires se re­solvían en el marco de la justicia nacional, no existiendo una justicia propia del distrito.
[2] Las mencionadas leyes fueron propulsadas por los senadores justicialistas A. Cafiero y Snopek, de la provincia de Buenos Aires y de la provincia de Jujuy, respectivamente.
[3] La justicia contencioso administrativa se ocupa de las contiendas en las que está involucrada la ciudad, por ejemplo, de los contratos que haya incumplido, los recursos de amparos presentados por los ciudadanos, las licitaciones; entre otras cuestiones afines.
[4] Ver en este volumen artículo sobre edictos y sobre DAI.
[5] Walter Bulacio fue detenido durante una razzia, mientras estaba con un grupo de amigos en un re­cital de rock. Trasladados ala comisaría, son golpeados brutalmente. A causa de ello el joven debe ser internado en un hospital y luego de unos pocos días, muere.
[6] En líneas generales, los cuestionamientos jurídicos a la aplicación de edictos policiales se han
sostenido en dos ejes: 1) falta al principio de legalidad, en tanto los mandatos y prohibiciones que no proceden -en su origen-de autoridad legislativa, aunque hayan sido convertidos en ley me­diante un decreto durante la dictadura 1955-1958 de P.E Aramburu; 2) porque se trata de derecho penal de autor y no de acto; y 3) falta al principio de juez natural, en la medida en que otorga facul­tades de juzgamiento y aplicación de penas a un órgano administrativo, en este caso, la policía.
[7] Sectores opuestos a la Alianza, que en esa época era la fuerza política mayoritaria en la Legisla­tura porteña.
[8] A cargo de Fernando De la Rúa, por la Alianza.
[9] El proyecto presentado por el gobierno de la CBA fue criticado por los organismos de derechos civiles por incluir, entre otras figuras, la prostitución, el acecho y merodeo y la pena de arresto. Si bien entre los proyectos en danza éste era el más afín a las pretensiones de la Policía, tampoco la conformaba.
[10] Estas disputas tuvieron como escenario privilegiado los medios de comunicación –diarios, televi­sión y radio-. En muchos casos, los medios fueron los disparadores de la intolerancia y la confu­sión. Así, por ejemplo, un matutino presentó una larga nota con propósitos didácticos acerca del CCU, en el que se representaba en un gráfico a una prostituta frente a una iglesia y a una escuela, indicando que, de ahora en más, ello estaba permitido.
[11] Nos referimos al trabajo de Cohen Folk, devils and moral panic. The creation of the mods and rockers, citado en Goode, E. Y Nachman Ben–Yehuda. Moral Panics. The social construction of de­viance. Blackwell, USA; 1994.
[12] Los ejes argumentales seleccionados y definidos para el análisis no implican la preexistencia de facciones homogéneas, ni adscripciones definitivas de los actores a ellas, pero entendemos que son de utilidad para mostrar de qué manera se manifiestan las disputas sobre el sentido de deter­minados conceptos y categorías.
[13] Una muestra del clima de antagonismo en que se desarrolló la sesión fue exhibida en los carteles que los grupos enfrentados levantaban, según el legislador que hiciera uso de la palabra. Un registro de campo de ese evento es ilustrativo al respecto:
Cuando comenzó a hablar Suárez Lastra (UCR) vecinos favorables a la prohibición de la prostitución levantaron carteles del tenor: “Spartacus Boys. No al art. 71”, “Legisladores: queremos en­tregar el código de los vecinos” (se habían recibido cerca de 50 propuestas de vecinos y de ONG.), “No a la ciudad autónoma del santo travesti de Bs. As.”, “Hoy inauguramos confusión”, “Basta de burla: antes no tuvieron tiempo de consultar, ¿ahora qué?”, “Concejales: cuando asuman los legisladores, avisen”, “Basta de burla: no queremos código basura. No sexo en el espacio público, no violencia callejera”, “Basta de burla: ustedes serán responsables. Incitan al vecino”, “Basta de burla: leyes claras sin baches. Responsables de ocasionar violencia”, “Jozami-Suárez Lastra: ¿cuál es el negocio? Revocatoria de mandato”, “La justicia es la verdad del plan de dios, sobre la paz y las cosas reside vivir este plan”, “Legisladores: ustedes se harán responsables de los errores futuros”, “S.O.S. Barrio Constitución: no discriminen nuestros derechos humanos”, “Señores legisladores: legislen con sentido común, no con ideologismos”.
El grupo de “Vecinos por la convivencia”, contrario a la penalización de la prostitución, también había llevado sus carteles: “No cedan a la presión vecinal”, “No cedan a la presión policial”, “No sean cómplices de asesinato”, “No sean cómplices de la Policía”, “Somos sostén de familias. De nuestro trabajo comen nuestros hijos” (AMAR), “Respeto a los derechos humanos” (monja oblata), “No a zonas rojas. Somos trabajadoras libres”, “Cuidado de caer en la hipocresía. No condenar a quienes ofrecen sexo y no a quienes lo denuncian”, “Apoyo al Código de Convivencia sin reformas”. Cuando llegaron las Madres de Plaza de Mayo, trajeron nuevos carteles: “Un muerto por semana por gatillo fácil”, “178 Centros Clandestinos de Detención durante la dictadura militar a cargo de la Policía”, “354 policías beneficiados por las leyes de Punto final y Obediencia debida”, “No a la intervención policial”, “Sí al Código de Convivencia, no a la represión policial”, “488 muertos por la policía en 14 años de gobierno constirtucional”, “2000 detenciones por mes en la CBA antes de la derogación de lo edictos”, y carteles con nombres de víctimas de la violencia policial: “Andrés Núñez”, “Walter Bulacio”, “Sergio Durán”, “Cristián Campos”, “Miguel Bru”.
[14] Para un análisis de las asociaciones vecinales nucleadas en torno al problema de la inseguridad urbana ver: Croccia, Mariana; Eilbaum, Lucía; Lekerman, Vanina; Martínez, Josefina, 1999.
[15] Los legisladores de la Alianza acordaron la votación con diez legisladores del bloque de Nueva Di­rigencia, con la mayoría de los legisladores del Partido Justicialista y con Jorge Argüello del Bloque Porteño. Los dos presidentes del bloque de la Alianza -la radical Gabriela González Gass y el frepasista Abel Fatala-debieron consensurar con los otros bloques ya que doce de los treinta y siete legisladores del bloque oficialista se oponían a penalizar la prostitución.
[16] Los legisladores que se opusieron al despacho de la mayoría, fundamentando profusamente su posición fueron: Eduardo Jozami, Dora Barrancos y Facundo Suárez Lastra. El cuarto legislador que votó en contra fue Adrián Zacardi (del Frepaso).
[17] Esta facultad está reglamentada por la Ley 23.950 o de averiguación de identidad, de competencia nacional.
[18] El código contravencional está inscripto en el proceso de reformas en la justicia que se viene desa­rrollando en el transcurso de los últimos años en la Argentina: procedimiento oral, jurado de enjui­ciamiento, etc.
[19] La justicia contravencional, conformada por un Ministerio Público -compuesto por fiscales de pri­mera instancia y de Cámara y defensores oficiales-, jueces de primera instancia y de Cámara y una Secretaría de Asuntos Contravencionales dependiente del Tribunal Superior de la Ciudad.
[20] El Centro de Detención de Contraventores se inauguró el 3 de junio del 2000, funciona en la calle Viamonte frente al teatro Colón. Desde 1979 hasta 1989, funcionó allí la Unidad 22, apodada “la cárcel VIP”, ya que sirvió de penal a delincuentes económicos y a más de un personaje de reso­nantes episodios políticos. La cárcel fue remodelada a los fines contravencionales, tiene capa­cidad para alojar hasta 80 detenidos de ambos sexo y contempla lugar especial para travestis.

[21] Resolución N° 3 del Ministerio Público, 11 de agosto de 1998.
[22] El cuadro de situación presentado por los fiscales de cámara destaca los siguientes puntos: bajo nivel de actuación de la policía en la calle, escasa iniciativa propia en zonas de conflicto, fallas en la confección de las actas contravencionales, defectos en la obtención de la prueba contravencional.
[23] Frase del fiscal de cámara contravencional Juan Carlos López a los comisarios de la Policía Fe­deral. Clarín, 10 de marzo de 1999.
[24] Recordamos que una de las críticas al trabajo policial por parte de los fiscales era que no se reca­baban las pruebas correctamente y que por lo tanto las causas debían ser archivadas. En este sentido, se implementó el uso de cámaras de video como medio de prueba. Este mecanismo se presentó no sólo como medio de comprobar las infracciones sino también como garantía del pro­cedimiento policial: “También quedará filmada la actitud de los policías. Así no va a haber dudas de que no estamos persiguiendo a las prostitutas, sino sancionando infracciones” (fiscal de la cámara contravencional al diario Clarín, 18 de julio de 1998). Lo cierto es que este sistema resultó más en un “exhibicionismo” de los presuntos contraventores que en una garantía o medio de prueba eficaz, debido a que, dada la “falta de recursos” de la justicia contravencional, la fiscalía no contaba con la cantidad de cámaras necesarias.
[25] Argumento por demás escuchado en voces policiales: “nosotros sólo somos el instrumento de aplicación de la ley”.
[26] “Es de suma importancia el recabado de las pruebas, nosotros estamos en un sistema eminente­mente probatorio, sí no tenemos pruebas no podemos instruir, si no podemos instruir tenemos que archivar” (Fiscal contravencional en una reunión vecinal).
[27] Las denuncias manifestadas por los vecinos se concentraron en trabajadoras del sexo, jóvenes to­mando cerveza en la calle, vendedores ambulantes, etc.
[28] Es importante señalar que la actitud crítica al funcionamiento del sistema de parte de algunos fis­cales y defensores, tal como aparece en las entrevistas, es un dato alentador en un panorama tan desolado.

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