miércoles, 23 de agosto de 2006

Hacia la superación de la táctica de la sospecha?

Notas sobre prevención del delito e institución policial

Máximo Sozzo*
Documento de trabajo de la “Jornada sobre detenciones, facultades y prácticas policiales en la Ciudad de Buenos Aires", CELS Centro de Estudios Legales y Sociales, Buenos Aires, 5 de julio de 1999

I. Introducción: política criminal, política penal, política de prevención del delito y seguridad urbana.
Existe una distinción corriente, que constituye un verdadero sentido común en los discursos políticos (de uno u otro signo) y científicos sobre la cuestión criminal (Pitch, 1989) entre dos finalidades de la política criminal: la represión del delito y la prevención del delito. Reprimir el delito es la intervención ex – post, después que el delito ha sido producido, para castigar al sujeto que lo ha realizado. Prevenir el delito es la intervención ex – ante, antes que el delito se produzca, para evitar que este suceda.
Para desarrollar estas finalidades, la política criminal pone en movimiento diversos recursos que delimitan a su vez esferas en las prácticas sociales e institucionales. Por recursos entendemos aquí una conjugación compleja de dispositivos institucionales, tecnologías de poder, técnicas de intervención, racionalidades y programas políticos[1] que pueden ser, en este terreno, de dos naturalezas diferentes: penales o extrapenales. Evidentemente la segunda categoría sólo es delimitable negativamente o por exclusión: qué recursos extrapenales ingresan en la política criminal sólo puede definirse de acuerdo al marco teleológico al que se refieren. Así, los recursos extrapenales son los que no se refieren a la imposición de una pena en tanto castigo legal, pero apuntan al control del crimen. Ahora bien, ¿qué relaciones existen entre esta pareja de finalidades y esta pareja de recursos de la política criminal?
El recurso penal, sin duda, se asocia inmediatamente al objetivo de reprimir el delito, pero también en la experiencia de la modernidad se ha predicado de él la finalidad de prevenir el delito, que se ha impuesto retóricamente como marco teleológico. El nacimiento mismo de la prevención del delito como telos de la política criminal se encuentra en los discursos de justificación del recurso penal, en sus diversas versiones: prevención especial positiva y negativa / prevención general positiva y negativa. Señala Baratta en torno a esta asociación recurso penal-prevención del delito: "Los resultados que ha llegado a obtener, desde hace tiempo, el análisis histórico y social de la justicia criminal, se pueden sintetizar en la afirmación de que el sistema de justicia criminal se manifiesta incapaz de resolver lo concerniente a sus funciones declaradas. Esto significa que la pena como instrumento principal de este sistema, falla en lo que respecta a la función de prevención de la criminalidad. Este estado de crisis se registra en todos los frentes: sea el de la prevención negativa general, es decir de la intimidación de los potenciales delincuentes, sea el de la prevención positiva especial, es decir, de la reinserción social de los actuales infractores de la ley penal. Estos fines preventivos son, a la luz de los hechos simplemente inalcanzables. Por otra parte otras funciones de prevención que parecen ser efectivamente realizables para el sistema penal, como la prevención negativa especial, es decir, la neutralización o la intimidación específica del criminal y la prevención general positiva, es decir, la afirmación simbólica de la validez de las normas que favorecen el proceso de integración social, son en realidad inadecuadas respecto de los criterios de valor que preceden a nuestras constituciones, a saber las constituciones del estado social y democrático de derecho" (Baratta, 1998, pp. 5-6).
Esta negación absoluta y radical, sea en función de criterios ético-políticos o en función de criterios sociológicos, hace que el recurso penal se asocie, desde esta perspectiva crítica, exclusivamente con la represión del delito, no tanto como finalidad susceptible de proponer sino como efecto o consecuencia social. Es decir, el abandono de la justificación del recurso penal como "pena útil", no significa en esta clave teórica asumir el paradigma opuesto de la "pena justa" (Pavarini, 1994b). Pavarini, lacónicamente apuntaba que la historia de la pena, en su forma moderna, es la historia de una justificación imposible (Pavarini, 1992). El salto a la sociología de la pena no concluye en la afirmación obvia del recurso penal como castigo en la esfera de las consecuencias sociales (causar un mal, un dolor, un sufrimiento); por el contrario, como ya hemos señalado anteriormente (Sozzo, 1998) la conceptualización de la política penal como política de control social nos permite -al nutrirnos heterodoxamente de diversas tradiciones en las ciencias sociales- descubrir su carácter "productivo" o "positivo". Desde este punto de vista es posible configurar un núcleo central del concepto de política penal[2].
La emergencia de los recursos extrapenales de la política criminal tiene como hitos fundamentales algunos procesos sociales e institucionales iniciados en el siglo XIX en diferentes horizontes culturales: la consolidación de las técnicas preventivas de la institución policial en la primera mitad del siglo XIX en Europa Occidental y en la segunda mitad del siglo XIX en Argentina y América Latina; la promoción de las reformas sociales en el marco del surgimiento de las primeras políticas sociales típicas del Estado Social del siglo XX, hacia fines del siglo XIX en Europa Occidental; la promoción de las llamadas "medidas de seguridad predelictuales" a principios de este siglo en Italia, España y América Latina; etc. (McMullan, 1998; McMullan, 1998b; Waldmann, 1996; Pavarini, 1994a; Garland, 1985; Ferrajoli, 1990).
Los recursos extrapenales nacieron y se desarrollaron históricamente asociados a la finalidad de prevención del delito. Esta conexión teleológica, debería investigarse histórica y sociológicamente, como ha sucedido en el caso del recurso penal en estos últimos años y mientras tanto suspender esa asociación en el terreno de los efectos o consecuencias sociales. De hecho, este documento de trabajo se piensa globalmente en esta dirección y en este sentido hablaremos aquí de política de prevención del delito.
Ahora bien, en los discursos contemporáneos con respecto a la cuestión criminal, comúnmente se hace referencia a la seguridad urbana: ¿qué relación puede existir entre este objeto seguridad urbana y las esferas de la política criminal? Para comprender este objeto: seguridad urbana, es preciso partir de la ambigüedad constitutiva del mismo. Es seguridad urbana el “problema objetivo" del riesgo de ser víctima de un delito[3] y es seguridad urbana el “problema subjetivo" de la sensación personal y colectiva de temor con respecto a ser víctima de un delito o incivilidad (miedo al delito y pánico social con respecto al delito[4]) (Baratta, 1993 y 1998; Pavarini, 1993, 1994a y 1995). Ambos planos de la seguridad urbana se encuentran vinculados pero son independientes. Es decir, si se produce una disminución en el marco del primero no necesariamente se producirá idéntica disminución (o disminución alguna) en el marco del segundo, como lo ha demostrado el grueso de la investigación empírica en esta materia (Cfr. Mosconi, 1995; Mosconi -Guarnieri, 1996; Mosconi: 1997; Pavarini: 1996b). Ahora bien, producir seguridad urbana sería equivalente a reducir el riesgo de ser victimizado y/o reducir la sensación personal y colectiva de temor frente al delito.
En este sentido, una política de seguridad urbana no es enteramente equiparable a una política de prevención del delito –siempre pensada desde el terreno de los objetivos-, porque esta última sólo abarcaría la primera esfera de aquella: el problema objetivo. Siempre que no se asuma una relación automática de dependencia entre el problema objetivo y el problema subjetivo de la seguridad urbana, evidentemente existiría una relación de género a especie entre política de seguridad urbana y política de prevención de la criminalidad. Sin embargo emplearemos como sinónimos, hecha esta salvedad, las expresiones producción de seguridad urbana y prevención del delito, otorgándole a la segunda expresión el sentido amplio de la primera.
En este sentido, nos parece interesante la definición de prevención del delito de Van Dijk: “...todas las políticas, medidas y técnicas, fuera de los límites de sistema de justicia penal, dirigidas a la reducción de las diversas clases de daños producidos por actos definidos como delitos por el estado” (1990, p. 205). Sólo dos observaciones. Primero, que en lugar de tomar como criterio de definición las fronteras del sistema de justicia penal, que apunta a la cuestión de quién interviene, más bien preferiríamos apuntar a la cuestión de con qué se interviene, pues muchos actores que se encuentran dentro del sistema de justicia penal pueden sin embargo actuar a través de recursos extrapenales. Y segundo, que la idea de “daños producidos por los delitos” debe ser comprendida en forma lo suficientemente amplia como para incluir la cuestión de las sensibilidades personales y colectivas con respecto al mismo; el problema subjetivo de la seguridad urbana.

II. Política de prevención del delito e institución policial en Argentina: la táctica de la sospecha.
En Argentina la policía en tanto dispositivo institucional ha sido tradicionalmente central en el conjunto situado de acciones sociales impulsadas desde el ámbito del Estado (Nación y Provincias) que tiene como objetivo la producción de seguridad urbana o la prevención del delito. Las razones de esta centralidad son múltiples y radican en la compleja historia del sistema penal en Argentina y su dinámica en relación con los procesos culturales, económicos, políticos y sociales. Sin embargo, también representa una constante de buena parte de las políticas de prevención del delito de la modernidad, atravesando los diferentes horizontes culturales; por lo menos, hasta fines de los años ´70[5] .
En Argentina coexisten diversas instituciones policiales cuyas competencias están diferenciadas territorial y materialmente: la Policía Federal y las policías provinciales (Cfr. Abregú-Maier-Tiscornia, 1996; Abregú-Palmieri-Tiscornia, 1998; Palmieri, 1997). Los diversos textos legales que regulan estas instituciones policiales distinguen sus “funciones” en “funciones de policía de seguridad” y “funciones de policía judicial” (por ejemplo, los Artículos 1, 3 y 4 de la Ley Orgánica de la Policía Federal, Dec-Ley 333/58). Los actores políticos vinculados tradicionalmente a las políticas de seguridad urbana –y no sólo los miembros de las policías- organizan discursivamente las actividades llevadas adelante a través de este dispositivo institucional en torno a estos marcos de referencia que están asentados y son reproducidos en/por la normativa, la organización y la cultura policiales. Las instituciones policiales han apelado históricamente para su conceptualización a la asociación policía de seguridad – prevención del delito y policía judicial – represión del delito, que también se encuentra instalada en buena parte de la literatura contemporánea sobre el tema[6] .
Desde nuestro punto de vista, estas asociaciones deben ser pensadas como marcos teleológicos, que permiten definir dos complejos conjuntos de acciones sociales desarrolladas por colectivos de actores miembros de la institución policial que poseen como finalidad central la prevención (policía de seguridad) o la represión (policía judicial) del delito, en el sentido señalado en la introducción de este documento de trabajo.
Sin embargo, estos dos conjuntos de actividades no se encuentran tajantemente separados en la cotidianeidad de las prácticas y discursos policiales. Estamos en presencia de un principio de diferenciación, más que de una efectiva disociación. Esto se revela en todos los niveles de la institución policial: la normativa, la organización y la cultura policiales asumen esta distinción pero no la realizan coherentemente. Prima – y no sólo en nuestro horizonte cultural - lo que Ferrajoli (1990, p. 801) ha definido como “una suerte de promiscuidad”. Esto lleva necesariamente a reflexionar acerca de cuáles son las relaciones que se tienden entre los dos complejos de actividad policial, abriendo todo un campo de indagación al respecto, que debe ponerse como punto de partida la cuestión de su indisociación/indisociabilidad, para determinar las potenciales ambigüedades en las prácticas y discursos policiales. No obstante, a diferencia del autor italiano, creemos que esta “promiscuidad” no impide utilizar este principio de diferenciación de la actividad policial como una forma de anclar una sociología de la policía; para su justificación metodológica y teórica (Ver nota 4).
En este sentido, sí es posible y útil diferenciar técnicas de intervención de acuerdo a estos marcos teleológicos, en tanto formas de actuar a través de este dispositivo institucional sobre determinados objetos o blancos (Ver nota 1). Las técnicas policiales no existen antes de las practicas policiales sino en y por ellas. No se trata de diseños o proyectos de prácticas policiales sino de la forma de actuar que emerge como reconstrucción a posteriori de las prácticas policiales.
En este sentido, retomando el criterio enunciado en la normativa, la organización y la cultura policiales es posible distinguir, prima facie, técnicas policiales represivas – por ejemplo: el allanamiento o la requisa - de técnicas policiales preventivas: la presencia y vigilancia policial y la detención policial sin orden judicial[7]. A su vez, en el marco de esta última técnica policial preventiva, en la Ciudad de Buenos Aires – a diferencia de los que sucedía en la mayor parte de las provincias – era posible diferenciar dos subtécnicas: la detención por edictos policiales (en adelante, DEP) y la detención por averiguación de identidad (en adelante, DAI). En marzo de 1998 se sancionó en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires el Código de Convivencia Urbana que en tanto ordenamiento jurídico contravencional implicó la abolición de la facultad de la Policía Federal de detener a personas por los edictos policiales. (Ver Chillier: 1998a, 1998b y 1999b; Palmieri: 1999b)[8].
Estas técnicas policiales preventivas surgieron en Argentina en la segunda mitad del siglo XIX y en diferentes momentos, en las distintas provincias y en la Capital Federal. Como formas de actuar a través de este dispositivo institucional, todas ellas precedían a la difusión e instalación académica e institucional de la criminología positivista (Salessi, 1996; Ruibal, 1993; Del Olmo, 1992; Blackwelder-Johnson, 1984). Sin embargo sobre la filigrana de la racionalidad y el programa políticos de la criminología positivista –a partir de fines de los años 80- las mismas se asociaron al ideal de la prevención del delito y, en este sentido, nacieron como técnicas policiales preventivas.
La criminología positivista, como forma de pensar el delito implicó su medicalización, ya que las herramientas conceptuales fundacionales de esta racionalidad política (Ver nota 1) provienen de la medicina mental -monomanía, locura moral, degeneración- y su uso importó patologizar al delito y al delincuente. Ingenieros -uno de los padres fundadores de la criminología positivista en Argentina- sostenía que el delito es todo medio amoral de lucha por la vida en detrimento de otros miembros del agregado social, que ven atacado su derecho a la vida, directa o indirectamente. Muchas veces la ley penal no prevé estos medios amorales jurídicamente como delito, por lo que se registra un desfasaje entre la moral y el derecho, entre la “delincuencia natural” y la “delincuencia jurídica”.
Para Ingenieros, se deben desentrañar las causas determinantes de los delitos legales y naturales, sin suponer la existencia del libre albedrío del actor, indagando en su constitución orgánica y en las condiciones del ambiente en que vive - la “etiología criminal”. Los factores que causan la producción del fenómeno delictivo son de dos tipos: endógenos (biológicos, propios de la constitución fisicopsíquica de los delincuentes) y exógenos (mesológicos, propios del medio en el que el delincuente actúa). Sólo a partir de una adecuada investigación de los mismos -la “clínica criminológica”-se puede construir una “terapéutica del delito”. (Ingenieros, 1962, pp. 300-301).
Esta terapéutica del delito se plasma en el programa político (Ver nota 1) de la criminología positivista: “el plan general de la defensa social”. Partiendo de la dualidad delincuencia legal/delincuencia jurídica, la culpabilidad/responsabilidad del sujeto deja de ser considerado el parámetro que debe guiar las técnicas de intervención y en su lugar se instala la “temibilidad” o “peligrosidad”. (Cfr. Foucault, 1978; Alvarez Uria, 1983: 181-243; Vezzetti, 1985: 171-184; Sozzo, 1998: 59-71).
Esta noción es la que permite ir más allá de la simple defensa social ante el delincuente legal y avanzar sobre las múltiples formas de la inadaptación social. No hay que esperar que el delito latente en cualquier tipo de degenerado se haga delito consumado (en el sentido de delito jurídico), hay que actuar sobre el “estado peligroso” de estos sujetos (Cfr. Cordoba-Ingenieros, 1903). Este movimiento de transformación teórica implica una doble extensión del objeto de intervención: del delito legal al delito natural, de la manifestación a la causa. Pero al mismo tiempo el programa político de la criminología positivista dibuja también, en este sentido, un paso de la valoración de actos a la valoración de actores, de las formas de actuar de los individuos a las formas de ser de los individuos; los individuos no actúan peligrosamente sino que son peligrosos (Cfr. Foucault, 1989). Y esto implica también no sólo mirar el objeto de intervención como algo que se encuentra en el pasado – el delito legal ya realizado – sino como algo que dura en el tiempo y tiene un futuro; los delincuentes naturales que en el futuro pueden cometer delitos jurídicos.
Si instala en este sentido en el “plan general de la defensa social”, la centralidad de la “prevención o profilaxis del delito”. “Reconocido que existen causas predisponentes al delito – las unas en el ambiente social y las otras en el carácter de los delincuentes– la prevención del delito ha adquirido tanta importancia o más que su represión” (Ingenieros, 1962, p. 391). Esta centralidad fue tan marcada que implicó la transformación de los discursos de justificación del recurso penal, asociándolo al ideal de la prevención del delito (ya sea como prevención especial positiva o como prevención especial negativa): la “prevención post-delictum”. Pero paralelamente y con un grado mayor de importancia, el programa político de la criminología positivista presenta a la “prevención ante delictum” que interviene antes que el delito se cometa, sobre aquellos que tiene una predisposición para producirlo en función de sus rasgos psicofísico y sociales y que por ende se encuentran en un “estado peligroso”, los “delincuentes naturales” que aun no se han transformado en “delincuentes legales”, la “mala vida” (Cfr. Paz Anchorena: 1918a, 1918b, 1918c y 1918d).
En este último plano, el reclamo político positivista estaba dirigido a la instalación de “medidas de seguridad predelictuales”, gestionadas por la institución policial o por la institución judicial, dirigidas a la internación de las diversas “especies peligrosas” de la “mala vida”: los menores abandonados, los vagos y mendigos, los alcohólicos, etc. Esta demanda nunca fue satisfecha legalmente y por ende, casi no tuvo incidencia práctica[9]. De allí, de reflejo, la importancia de las técnicas policiales como las únicas formas de actuar en el marco de una política de prevención del delito en este contexto histórico (Cfr. Policía de la Capital Federal, 1917; 1924 y 1926; Ruibal, 1993; Salessi, 1996).
El fin del siglo XX parece tener características muy diferentes con respecto al fin del siglo
XIX. El contexto social, político, cultural y económico se ha alterado radicalmente. Ya no nos encontramos en el marco de la construcción del Estado-Nación, de la consolidación de la economía de exportación, -la inserción de un determinado tipo de mercado interno al mercado mundial- de la rápida urbanización y la creciente inmigración aluvional europea, que se resolvía en una cuestión social que cada vez más se declinaba como cuestión obrera.
Sin embargo, las políticas de prevención del delito en nuestro país hoy siguen girando casi exclusivamente en torno a las instituciones policiales y en ellas se desarrollan exactamente las mismas técnicas de intervención de antaño: la presencia y vigilancia policial y la detención policial sin orden judicial. Algunos de los elementos de la racionalidad y el programa políticos de la criminología positivista, otrora dominantes, ya no están vigentes en las instituciones policiales actuales, en sus diversos planos de la normativa, la organización y la cultura policial. Es improbable que las autoridades policiales actuales en la Argentina reclamen políticamente la creación legislativa de medidas de seguridad predelictuales o que empleen el concepto de “degeneración”. Pero se mantiene vigente el núcleo duro, en términos de Castel (1994), la misma “problematización”, en tanto forma de concebir (construir) un problema y la forma de intervenir sobre el mismo. Así, los “sospechosos” o los que se encuentran en “estado predelictual” del discurso policial actual son los integrantes de la “mala vida” o los que se encuentran en “estado peligroso” del discurso policial del pasado. Más allá de que algunos términos hayan cambiado, los conceptos que expresan son homologables y sobre todo tienen homología de posición en las técnicas policiales preventivas durante estos más de cien años. (Cfr. CELS-HRW, 1998; Chillier, 1998a; Martinez-Pita-Palmieri, 1998).
Las técnicas policiales preventivas actuales expresan una forma de pensar la prevención del delito, en tanto recorte más o menos artificial de una racionalidad y programa políticos sobre la cuestión criminal –que es el propio de la criminología positivista- en torno a la idea de “prevención ante-delictum”: la táctica de la sospecha.
La dinámica soñada de la táctica de la sospecha a través de las técnicas policiales preventivas es circular. Por ejemplo si tomamos como punto de partida a la DAI a través de la privación de la libertad de los individuos y grupos peligrosos/sospechosos, se almacena información- el “inmenso texto policíaco” (Foucault, 1989, p. 217) que debe guiar la presencia y vigilancia policial. Esta última técnica de intervención se piensa como un instrumento de la prevención del delito, a través de la disuasión de aquellos que están por emprender un curso de acción delictivo o a través de la obstaculización del mismo. En este último sentido, volvía a ingresar la DAI ya que impedía físicamente el desarrollo de la acción delictual, a partir de la privación de la libertad del individuo o grupo considerado peligroso o sospechoso.

La DEP, en tanto microrepresión de las microinfracciones –“mantenimiento del orden público”-ocupaba en esta dinámica soñada de carácter circular el mismo papel que la DAI –por ello las hemos considerado como dos subtécnicas dentro de la detención policial sin orden judicial– en el doble plano de producción de información que debe guiar la presencia y vigilancia policial y de obstaculización física del curso de acción delictiva[10].

Ahora bien, el interrogante sobre el porqué de la subsistencia de estas técnicas policiales y la táctica de la sospecha en la que se fundan requiere un análisis complejo que no se circunscribe a las historias de las instituciones policiales. Aquí simplemente arriesgamos algunas claves de lectura. Una primera hipótesis podría intentar explicar esta subsistencia en función de la efectividad de estas técnicas policiales y la táctica de la sospecha para realizar su objetivo, esto es, la prevención del delito. La prevención del delito es, en su significado más simple, la no-producción de un evento y en sí mismo constituye un resultado difícil de evaluar, cuantitativa o cualitativamente. Pero estas técnicas policiales preventivas tampoco contemplan la necesidad de evaluar sus resultados ni predisponen ningún mecanismo de producción de información para hacerlo, salvo las estadísticas sobre el número de DAI y el numero de DEP realizadas por las diversas instituciones policiales, siempre insuficientes y fragmentarias para estos fines. Esto es en sí mismo un dato relevante acerca de su idoneidad para cumplir con el marco teleológico que ellas mismas se fijan e impone una impresión escéptica sobre su realización (Crawford, 1998, pp. 196-217). Sin embargo, tal vez las razones de la subsistencia de la táctica de la sospecha y las técnicas policiales que genera no haya que buscarlas aquí, sino en el juego de consecuencias o efectos sociales que sí produce más allá de las finalidades propuestas y declaradas:
a. El proceso de construcción social e institucional de las imágenes sociales de la sospecha, aplicadas a individuos y poblaciones. Es lo que constituye a las técnicas policiales preventivas en procesos de control social (Cfr. Melossi, 1992, 1994, 1996a y 1997a; Pitch, 1989 y 1996; Sozzo, 1998). A través de un complejo juego de generación de “estereotipos” y atribución de “estigmas”, la construcción de la realidad social se produce en el marco de una dinámica impulsada desde el territorio institucional en una interacción constante con el territorio social (Chapman, 1971; Becker, 1973; Lemmert, 1967; Goffman, 1989), en la que se recorta el objeto de las intervenciones siempre sobre los mismos “seres humanos de carne y hueso”: varones, jóvenes, pobres, migrantes y practicantes de “profesiones peligrosas”, para usar la expresión positivista de Rossi (1906). (Cfr. Palmieri, 1996 y 1999a; Martinez-Palmieri-Pita, 1998; Garrido-Guariglia-Palmieri,1997; Chillier, 1998a; Tiscornia-Oliveira, 1998).

b. El proceso de formación y reforzamiento del carácter de autoridad de los agentes policiales, capaces de gobernar la vida de los otros, ejerciendo la fuerza y extrayendo deferencia y obediencia de los que constituyen el objeto de estas técnicas policiales preventivas, analizado en el contexto inglés por Choongh: “En muchos casos, el éxito para la policía esta dado meramente por llevar al individuo a la estación; le demuestra al marginalizado que puede ser en cualquier momento forzado a abandonar su casa, familia y amigos y aislado en el territorio policial. Y allí, a los detenidos se les ordena cuando pararse y cuando sentarse, cuando hablar y cuando permanecer callados” (Choongh, 1998, pp. 630-631).

c. En el caso de la detención policial sin orden judicial (ya sea DEP o DAI), por un lado, la producción de información estadística al respecto, se constituye en un indicador en el interior de las instituciones policiales de la efectividad de cada uno de los segmentos organizacionales, brindando una herramienta para el gobierno del dispositivo institucional que al mismo tiempo puede ser empleada para el desarrollo de campañas dirigidas a la opinión pública, para mejorar la imagen social de las instituciones policiales y reforzar su legitimidad. (Palmieri: 1996; CELS-HRW: 1998; Chillier: 1998a; Garrido-Guariglia-Palmieri: 1997; Pita-Martinez-Palmieri: 1998). Y por el otro, la creación y mantenimiento de redes de corrupción desde las instituciones policiales en las que esta técnica policial constituye un instrumento útil para asegurar y sancionar lealtades y silenciones; por ejemplo, en torno al ejercicio de la prostitución y la actividad de los vendedores ambulantes (cfr. Palmieri, 1996 y 1999b; Chillier, 1998a).

Tal vez en estos efectos sociales radique la persistencia de la táctica de la sospecha pese al resultado impresionante de violaciones a los derechos humanos de las personas blanco de las técnicas policiales preventivas que en ella se engarzan. En primer lugar, miles y miles de violaciones al derecho a la libertad ambulatoria, al tratarse de privaciones ilegítimas desde el punto de vista de los principios constitucionales del estado de derecho, pero también múltiples violaciones a otros derechos humanos como el derecho a la vida y el derecho a la integridad física, producidas en ocasión de las detenciones. (Chillier, 1998a 1998b, 1999a, 1999b; Palmieri, 1996, 1999a y 1999b; Tiscornia-Oliveira, 1998; Guariglia -Garrido-Palmieri, 1997).
Para pensar la transformación de la relación entre institución policial y prevención del delito en la Argentina es preciso abandonar la perspectiva del “jurista ingenuo”, es decir, “... la del hombre del derecho que cree que los problemas sociales, económicos y políticos y los propios problemas del ordenamiento jurídico, pueden ser resueltos mediante un cambio legislativo” (Melossi, 1996b, p. 77). Una reforma legislativa que derogue tal o cual facultad de la policía tiene una incidencia extremadamente modesta y relativa, como ha quedado demostrado en el caso de la abolición de la DEP en la Ciudad de Buenos Aires como consecuencia de la sanción del Código de Convivencia Urbana de marzo de 1998. El cambio legislativo no ha impedido la reconstrucción de las formas de actuar de la Policía Federal en torno a la subtécnica subsistente, la DAI - sin perjuicio de las campañas políticas dirigidas a la opinión pública emprendidas por el gobierno nacional, el gobierno local y la misma institución policial dirigidas al restablecimiento de sus facultades perdidas - (Chillier, 1998a); movimiento que se consagró normativamente en el Decreto 150/99 del Poder Ejecutivo Nacional del 3 de marzo de 1999 que encomienda explícitamente a la Policía Federal emplear la DAI en casos que estaban contemplados en los edictos policiales: portación de ganzuas y llaves falsas, ebriedad, alteración de la tranquilidad pública, oferta sexual, etc.
De acuerdo a Chillier (1998b) en 1995 el total de personas detenidas por la Policía Federal fue de 246.008. De este numero global, 150.830 fueron DEP, 53.293 fueron DAI y 41.885 fueron por orden judicial o en flagrancia. El 61% de las detenciones de ese año fueron DEP y el 22% fueron DAI. Esta proporción, que se mantiene estable en la década del 90 y que consideramos similar en los casos de las policías provinciales, nos demuestra el peso de las técnicas policiales preventivas en el conjunto de la actividad policial en la Argentina. Pensar alternativas políticas para reconfigurar las relaciones entre institución policial y prevención del delito implica necesariamente partir de la base del reconocimiento del significado que para los diversos niveles de este dispositivo institucional, tienen estas formas de actuar y la forma de pensar en la que se insertan, lo que permite cifrar la magnitud de la transformación institucional en este ejercicio de la “imaginación sociológica y política”.
Solamente en el contexto de nuevas tácticas para la prevención del delito, de nuevas racionalidades y programas políticos sobre la cuestión criminal, es posible promover y desarrollar nuevas formas de actuar democráticas que apunten a la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos (Baratta, 1998). De allí en más, se requieren “consensos progresivos” y “actuación social” (Melossi, 1996b, p.78; Tiscornia, 1999, p. 428) Mientras tanto, ni siquiera las proposiciones legislativas más radicales lograrán resultados prácticos.

III. Para la comparación: tácticas alternativas de prevención del delito.
En los años ochenta comenzó a producirse lo que ha sido calificado como un “gran cambio de paradigma” en lo que hace a las políticas de control del crimen en diferentes horizontes culturales: Escandinavia, Francia, Países Bajos, el mundo anglosajón (EE.UU., Canadá, Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Australia) y a partir de los años noventa también en Italia: el renacimiento de la prevención del delito, doblemente divorciada del recurso penal y de la racionalidad y programa políticos de la criminología positivista del siglo XIX. Los debates intelectuales y el diseño y gestión de estas nuevas técnicas preventivas han ido creciendo en forma exponencial, aunque como bien señala Crawford (1998), aun se encuentran en su infancia.
Los horizontes culturales en los que ha nacido y se ha desarrollado este cambio de paradigma son muy diferentes al nuestro. Es preciso llamar la atención, siguiendo a Melossi (1997b) sobre la “radicación cultural del control social” y de las políticas que están dirigidas a gestionarlo a través de autoridades estatales o no estatales, que hace “intraducible” a un determinado ambiente cultural lo producido en otro e impone fuertes objeciones a los proyectos de importación de “ingenierías de control social”, ya sea en el plano de las formas de pensar o de las formas de actuar. Pero como señala el mismo autor italiano, este dato estructural de la relación entre control social y cultura no imposibilita el diálogo o la conversación entre horizontes culturales diferentes. En la búsqueda de la comparación, emprendemos la tarea de presentar diferentes tácticas de prevención del delito que se han ido construyendo internacionalmente como alternativas a la táctica de la sospecha actualmente dominante en las políticas de prevención del delito en la Argentina ancladas en la centralidad de la institución policial.
Es posible distinguir tres tácticas alternativas de prevención del delito en los diversos horizontes culturales que atraviesa el debate internacional: la táctica situacional y ambiental, la táctica social y la táctica comunitaria. Las analizaremos separadamente, describiendo diversos ejemplos de técnicas preventivas que se insertan en cada una de ellas y realizando algunas consideraciones críticas. Cerraremos este apartado con la indagación del lugar que en cada táctica de prevención del delito le corresponde a la institución policial.
A) Táctica situacional y ambiental
Esta táctica surgió a comienzos de los años 80 en los Países Bajos y en diversos contextos del mundo anglosajón (fundamentalmente en Estados Unidos y Gran Bretaña), especialmente impulsada por las agencias estatales encargadas del diseño de las políticas de control del crimen (Creazzo, 1996). La emergencia de la táctica situacional y ambiental coincidió en buena parte con la instalación de gobiernos comprometidos con racionalidades políticas neoliberales, que enfatizaban el mercado libre, el Estado mínimo y la libre elección y responsabilidad individuales (O’ Malley, 1996 y 1997; Crawford, 1997 y 1998) y que promovieron visiones del delito que compartían estas presuposiciones básicas. La táctica situacional y ambiental se presenta fundamentalmente como respuesta pragmática a determinadas “crisis de seguridad” (aumento de la criminalidad, aumento de la sensación de inseguridad) en determinados contextos sociales, económicos, culturales y políticos, que asume un “realismo criminológico” muy difundido en el mundo anglosajón en los años 70 y 80.
Hough et al. (1980, p. 1) han definido a la prevención situacional y ambiental como: “a) medidas dirigidas a formas específicas de delitos; b) que implican el management, diseño o manipulación del medio ambiente inmediato en el que estos delitos ocurren; c) en el modo más sistemático y permanente posible; d) para reducir las oportunidades para la realización de estos delitos; e) tal como son percibidas por un conjunto amplio de potenciales infractores”. El objetivo central de esta táctica de prevención del delito puede ser sintetizado como la reducción de oportunidades para la realización de los delitos. Esta reducción de oportunidades puede declinarse según Clarke (1992) en tres direcciones teleológicas: aumentar los esfuerzos involucrados en la realización de los delitos, aumentar los riesgos reales o percibidos como tales de detección y detención del potencial delincuente y reducir las recompensas de los delitos. El éxito de esta táctica depende de la posibilidad de que los potenciales ofensores sean efectivamente afectados por las intervenciones sobre la situación y el ambiente.
Sin embargo, los potenciales infractores no son los únicos blancos u objetos a los que están dirigidas las técnicas de intervención desarrolladas en el marco de esta táctica situacional y ambiental[11]. También pueden estar dirigidas a la población en general, a las potenciales víctimas, a los infractores conocidos, a las víctimas conocidas y a los vecindarios/comunidades.
Premisas teóricas. Esta táctica de prevención del delito ha emergido fundamentalmente en función de consideraciones prácticas, más que de elaboraciones teóricas. Sin embargo, existen un conjunto de hipótesis teóricas que subyacen a las técnicas de intervención. Sus fuentes son, según Crawford (1998) , tres:
a) Teoría de la elección racional: se trata de una construcción teórica que parte de la crítica a la posibilidad de conocer, evaluar e intervenir sobre la “disposición o tendencia criminal” de las personas y recupera a los clásicos del derecho penal (Beccaria, Bentham, etc.), imaginando a la producción del delito como el resultado de un proceso de pensamiento, racional y voluntario, llevado adelante por el individuo. El individuo elige entre una serie de alternativas posibles a partir de un cálculo racional en el que considera las ventajas y desventajas de cada una de las opciones, buscando optimizar o maximizar los beneficios, decide y actúa libremente en consecuencia. La prevención del delito debería estar dirigida, entonces, a incidir en este proceso de pensamiento, incrementando los riesgos y esfuerzos involucrados en la realización del delito o disminuyendo los posibles beneficios asociados con el mismo como opción. Se trata de un “modelo económico del crimen” que emplea el clásico análisis de costo-beneficio. El delito es considerado el producto de una decisión basada en típicas consideraciones del mercado. Es más, también lo es ser víctima de un delito.
Crawford (1998) plantea críticamente que las elecciones racionales no parecen estar presentes en todos los tipos de delitos. Tal vez sí en los delitos contra la propiedad más leves de los que comúnmente se ocupan los teóricos de la elección racional, pero no en aquellos que involucran dosis importantes de violencia. Por otro lado, estos autores se basan en datos de investigaciones empíricas consistentes en entrevistas con condenados y es sabido que estos tienden a ser en su mayor número “delincuentes profesionales”, justamente aquellos que con mas probabilidad se ajustan al modelo de la elección racional y que tienen mayor tendencia a racionalizar los eventos ya producidos en el pasado.
Por otro lado, como señala críticamente O’ Malley (1996, 1997), el delincuente es el “individuo abstracto, universal y abiográfico”, el “homo economicus” de la economía política clásica trasladado al pensamiento neoconservador sobre el delito, divorciado totalmente del contexto social o estructural. Se margina cualquier preocupación por las causas sociales del delito, por la historia de vida del delincuente, por la corrección como finalidad de la intervención, etc.; en beneficio de la manipulación de los factores ambientales y situacionales. La presencia de los elementos claves de la racionalidad política neoliberal se observa claramente en estos esquemas conceptuales.
b) “Designing out crime” (Prevención del delito a través del espacio urbano y arquitectónico): más que una construcción teórica se trata de esfuerzos teóricos y prácticos íntimamente interrelacionados que ponen en vinculación la cuestión criminal con el desarrollo ambiental o urbano. En Estados Unidos, Oscar Newman a comienzos de la década del 70, trabajó la vinculación entre el diseño arquitectónico y las tasas de delitos en las áreas de viviendas populares, argumentando que el diseño urbano influye, promoviendo o alentando la criminalidad, de tal manera que podría convertirse en una forma efectiva de prevención del delito. Propuso, en este sentido, el concepto de “defensible space” (espacio defendible) como el modelo de ambientes de viviendas populares que inhiben el delito al ser expresión física de una comunidad que se defiende a sí misma.
A partir de esta perspectiva, el Gobierno Federal de EE.UU. impulsó el desarrollo de prácticas de “crime prevention through enviromental design” (CPTED: prevención del delito a través del diseño ambiental) durante la década del 70, que resultaron fracasos más o menos rotundos; por lo que en la década del 80 su difusión disminuyó notablemente. Sin embargo, en el contexto de Gran Bretaña, estas ideas fueron rescatadas por Alice Coleman a mediados de los 80. Esta autora identificó un grupo de “desventajas de diseño”: por ejemplo, múltiples accesos a un mismo espacio cerrado que constituían empíricamente un “índice de diseño desventajoso” con respecto a la producción del crimen. Argumentaba de esta manera que existía una correlación directa entre variables de diseño urbano y delito: cuanto peor el diseño urbano, más altas las tasas de delito.

Una de las críticas fundamentales en la literatura norteamericana a la perspectiva de Newman fue que se trataba de un “determinismo arquitectónico”, ya que no se consideraba el impacto de las variables sociales y comportamentales como mediación con respecto a los aspectos arquitectónicos. Algunos “espacios defendibles” podían permanecer indefendidos, si no se daba el juego de interacciones sociales necesario para defenderlos. Coleman rescata esta apreciación crítica, intentando explicar más claramente cómo el diseño urbano afecta el problema del delito. El diseño urbano, explica, puede contribuir a la destrucción de la comunidad, la fractura de los lazos sociales en un determinado vecindario, generando las situaciones en que los habitantes pueden elegir racionalmente realizar un delito, aprovechando las oportunidades criminales. Sin embargo, también Coleman sigue proponiendo una relación directa entre delito y diseño urbano que resulta difícilmente aceptable. Los delitos no son producidos por el diseño urbano, aunque algún impacto pueda tener en su etiología. En cambio, sí resulta proponible la vinculación entre diseño urbano y sensación de seguridad y, en este sentido, muchos de los legatarios de estas ideas continúan trabajando en el mundo anglosajón. (Pavarini, 1994a; Crawford, 1998).
c) Teoría de las actividades rutinarias: esta construcción teórica pretende ser una explicación causal de la producción de los “incidentes criminales” en tanto hechos físicos relacionados con objetos ubicados en tiempo y espacio. Existen tres ingredientes mínimos para la producción de incidentes criminales, especialmente el “delito predatorio de contacto directo”: un potencial ofensor, cualquiera sea la razón por la que pueda llegar a cometer un delito; un potencial blanco, ya sea un objeto o una persona y la ausencia de un guardián capaz, que abarca no sólo a los agentes policiales sino también a los vecinos, los amigos, etc. La ciudad es un ámbito particularmente estimulante para el desarrollo de actividades delictivas pues la actividad rutinaria que en ella se desarrolla, comúnmente coloca juntos en tiempo y espacio a estos tres elementos.
Para estos autores existen diferentes niveles de responsabilidad en la prevención del delito. El “desaliento personal” es la responsabilidad de la familia y los amigos, el “desaliento asignado” es la responsabilidad de las personas empleadas para realizar esta tarea, como los agentes policiales; el “desaliento difuso” es la responsabilidad de aquellos empleados que no tienen asignada específicamente esta tarea -como los maestros- y el “desaliento general” es la responsabilidad de todos los ciudadanos mas allá de los lazos familiares u ocupacionales. La cuestión política central, para los teóricos de las actividades rutinarias es aumentar la responsabilidad de desalentar los incidentes criminales que va decreciendo cuando se pasa de niveles personales a niveles generales (Crawford, 1998).

El común denominador más profundo de estas premisas teóricas, más allá de las múltiples similitudes y articulaciones conceptuales posibles, es la visión del delito como “...un aspecto normal, un lugar común de la vida moderna. Es una masa de eventos que no requiere motivaciones o tendencias especiales, patologías o anormalidades y esta inscripto en las rutinas de la vida económica y social contemporánea” (Garland, 1996: 450). Son lo que Garland llama las “criminologías de la vida cotidiana”, que “...observan al delito como una continuación de la interacción social normal, explicable por referencia a patrones motivacionales standard. El delito se transforma en un riesgo que debe ser calculado (tanto por el infractor como por la potencial víctima) o un accidente que debe ser evitado, más que una aberración moral que necesite ser explicada especialmente” (Garland, 1996: 450­452).
Técnicas de intervención
Presentamos a continuación, sintéticamente, algunos ejemplos de técnicas de intervención construidos en el marco de esta táctica de prevención del delito. Recuperando la distinción planteada más arriba en cuanto al blanco u objeto de la intervención distinguiremos en intervenciones orientadas a los ofensores, intervenciones orientadas a la comunidad e intervenciones orientadas a las víctimas, planteando un ejemplo de cada categoría[12].


a) Técnica de intervención orientada a los ofensores: el uso de circuitos cerrados de televisión en estacionamientos de autos.
Un proyecto financiado por el Home Office de Gran Bretaña trataba de enfrentar los problemas de robos de automotores y de robos y hurtos en automotores en dos estacionamientos de la Universidad de Surrey a través de la introducción de un circuito cerrado de televisión (CCTV) junto con un programa de vigilancia intensiva.
Los efectos de estas dos acciones fueron diferentes con respecto a los dos tipos de delitos que estaban dirigidas a reducir. En lo que hace al robo y hurto en automóviles, su número cayó dramáticamente de 92 en el año en que se instaló el CCTV a 31 en el año siguiente. En lo que hace a los robos de automotores también su número se redujo, aunque tal vez se haya debido no sólo al CCTV sino también a la instalación de un puesto de vigilancia en cada una de las entradas de los estacionamientos. El CCTV era pensado como una asistencia a los guardias de seguridad para la detección y detención de los ofensores así como también como un instrumento de intimidación para los potenciales ofensores. No se registró un efecto de desplazamiento de los delitos a otras áreas – por ejemplo a los otros dos estacionamientos de autos de la Universidad de Surrey en los que no se instaló el CCTV.
Se ha arribado a las mismas conclusiones, analizando en el marco del Programa Safer Cities del gobierno británico la instalación de CCTV en diversas ciudades, para prevenir el robo de/en automotores. Por otra parte, en los años 80 se ha evaluado el caso de instalación de CCTV en cuatro estaciones de subterráneos en Londres, concluyendo que se produjo un desplazamiento de robos y hurtos a las siete estaciones más cercanas a aquellas en las que se había desarrollado la intervención. Otra investigación ha evaluado la instalación de CCTV en tres centros comerciales de pequeños pueblos ingleses llegando a la conclusión de que su efecto es sólo en el corto plazo en lo que hace a la reducción de delitos, por lo que se considera que más bien su función sería colaborar con la policía para brindar una rápida respuesta ante la realización de un delito.

En conclusión, podríamos decir que existen evaluaciones encontradas acerca de la efectividad de esta técnica de intervención. Sin embargo, ha sido ampliamente impulsada en Gran Bretaña, EEUU, Australia y Canadá por las agencias gubernamentales extendiéndola a diversas áreas de la vida social, pese a las criticas recibidas con respecto a la violación de los derechos civiles.
b) Técnica de intervención orientada a la comunidad/vecindario: “designing out” la prostitución.
A mediados de los 80, en el área de Finsbury Park, norte de Londres, había una fuerte presencia de prostitución que fue enfocada como problema a través de una intervención multiagencial. Un elemento central de dicha intervención fue un programa de cierre de calles. El objetivo que se buscaba al cerrar dichas arterias era disminuir la presencia de automóviles de clientes (“kerb-crawling”) y prostitutas en ellas. Este programa fue acompañado con la presencia constante de 16 escuadrones de policía en tareas de vigilancia policial. En un período de tiempo relativamente breve, los solicitantes de servicios sexuales así como los trabajadores sexuales virtualmente desaparecieron, transformándose esta “zona roja” en un área residencial relativamente tranquila. Según los autores de la evaluación de esta técnica de intervención, no se produjo sino un mínimo efecto de desplazamiento y no dirigido a otras áreas residenciales, sino al ejercicio de la prostitución en apartamentos vía anuncios en periódicos y revistas o en bares o clubes nocturnos.
Por otro lado, se argumenta que la intervención trajo aparejada algunos otros efectos positivos como el incremento de la sensación de seguridad de los habitantes (especialmente de las mujeres), la reducción del volumen del tráfico y el mejoramiento de la relación entre la policía, la autoridad local y el público. También se afirmó la existencia de una “difusión de beneficios”, pues en general disminuyeron las tasas de delitos denunciados. Las conclusiones que se extrajeron en esta evaluación son que la prostitución es más oportunista de lo que se pensaba en el pasado –sólo un núcleo duro del grupo que se dedicaba a esta actividad en Finsbury Park se trasladó a otros ámbitos para continuar ejerciéndola– y que existía en esa zona un volumen de pequeños delitos relacionados con el ejercicio de la prostitución, llevados adelante por los clientes o por los trabajadores sexuales, que desaparecieron con esta intervención.

Esta experiencia fue repetida luego en Streatham, en el sur de Londres, con resultados similares. La diferencia fue que produjo un mayor índice de desplazamiento hacia otras zonas adyacentes, que ha sido calificado de “benigno” por los evaluadores, pues al no producirse hacia áreas residenciales el elemento disturbador de este tipo de actividades disminuyó notablemente. Sin embargo, se ha presentado evaluaciones radicalmente diversas con respecto a esta técnica de intervención en Vancouver, Canadá.

c) Técnica de intervención orientada a la víctima: el proyecto kirkholt de reducción de la victimización repetida en robos en casas/apartamentos.
El complejo habitacional público de Kirkholt en Rochdale, era un vecindario que tenía una tasa extremadamente alta de robos en casas y apartamentos, duplicando la de los vecindarios de mayor riesgo en la mitad de los años 80 en Inglaterra. Aquellos que ya habían sido víctimas de un delito de este tipo en el complejo habitacional tenían cuatro veces más probabilidades de volver a serlo, comparado con aquellos que nunca lo habían sido de sufrir un primer robo, de manera tal que el haber sido víctima de un primer robo se transformaba en un fuerte predictor de la ocurrencia de nuevos robos.
El proyecto del Home Office se concentró pues en las propiedades que ya habían sido robadas, usando datos de investigaciones sobre las víctimas de los robos y sus vecinos inmediatos, así como los resultados de trabajos de campo realizados con condenados por estos delitos. El proyecto involucraba un paquete de medidas preventivas, aunque algunas de ellas eran claramente reenviables a la táctica comunitaria (como un esquema de neighbourhood watch; ‘vigilancia del vecindario por los propios vecinos’, en torno a las propiedades ya robadas y una asistencia comunitaria a las víctimas de los robos), el peso del mismo se encontraba en aquellas medidas situacionales y ambientales (la instalación de tecnologías de seguridad como puertas blindadas y trabas para ventanas, la remoción de proveedores de gas y electricidad a monedas que habían sido identificados como blancos particularmente atractivos para los ofensores, etc.).

En los siete meses posteriores al desarrollo de las medidas preventivas se registro un 80% de disminución de casos de victimización repetida y en tres años se registro un 25% de disminución global de robos en apartamentos o casas. No se registró un efecto de desplazamiento y se evidenció una “difusión de beneficios” pues otras formas de delitos contra la propiedad en el complejo habitacional se redujeron también.
Sin embargo, en esta técnica de intervención es muy difícil evaluar cual ha sido el efecto en particular de cada una de las medidas incluidas en el proyecto, así como tampoco se observa en las evaluaciones realizadas que se haya prestado atención al contexto en el cual se desarrollaba esta técnica de intervención – fundamentalmente, los grandes cambios en la política habitacional inglesa de este periodo. Por otro lado, la tasa de robos a casas y apartamentos en Kirkholt volvió a subir en 1992 a los niveles de 1988 , aunque no a los más dramáticos de 1987. El proyecto Kirkholt mas allá de estas potenciales objeciones se convirtió en un modelo de técnica de intervención con respecto a este tipo de delitos (y a otros como robos de autos, delitos raciales, etc.) aplicándose sistemáticamente no sólo en Gran Bretaña, sino también en Australia y EE.UU. en los años 90.
Consideraciones críticas. Este tipo de técnicas de intervención aplicadas en determinados casos parecen globalmente demostrar que la táctica situacional y ambiental puede ser exitosa para reducir determinados delitos, realizados por determinados ofensores, en determinados lugares, en determinados momentos y bajo determinadas condiciones. Sin embargo, la naturaleza exacta de este impacto esta aún abierta a la discusión. Es posible hacer -prima facie- una serie de consideraciones críticas de fondo sobre esta táctica de prevención del delito:
-Tal como señala Pavarini (1994a,1995), prioriza exclusivamente los delitos contra la propiedad en los espacios públicos, silenciando en la agenda preventiva los delitos en la esfera privada, particularmente en el hogar (violencia contra las mujeres, violencia contra los niños, etc.) y la criminalidad económica, la criminalidad organizada y los delitos de la autoridad (Pegoraro, 1999; De Leo, 1993; Pitch, 1993; Baratta, 1993, 1998; Creazzo, 1996).

-Se dirige a los síntomas y no a las causas, ya que anula totalmente la pregunta por la incidencia de los factores sociales y económicos en la producción de los delitos, abocándose a las preocupaciones manageriales por la eficacia y la eficiencia (O’ Malley, 1992 y 1996; Creazzo, 1996).
-Tiene, en el mejor de los casos, efectos temporarios, como la literatura sobre el problema del desplazamiento lo demuestra fehacientemente: sus efectos difícilmente se extienden en el largo plazo (Baratta, 1993; Pavarini, 1994a; Creazzo, 1996).
-Puede promover una fe ciega en la tecnología que puede ser injustificada, y que está guiada fundamentalmente por intereses comerciales de la creciente industria de la seguridad (alarmas, CCTV, iluminación, etc) y desplaza el potencial de la importancia de la agencia humana en las actividades de control del delito (Crawford, 1998).
-Promueve un tipo de vigilancia que es altamente intrusivo en la vida privada de los individuos y violenta sus libertades civiles además de tener, en este sentido, una valencia represiva (Downes-Rock, 1988; Pitch, 1993).
-Presenta una dinámica de exclusión social, ya que la defensa de los ambientes y las situaciones se realizan en torno a la idea de un extraño que desea atacarlos y en el marco del efecto de desplazamiento, genera territorios sociales protegidos y territorios sociales desprotegidos. De esta manera se puede impulsar la concentración de delitos en las zonas en las que precisamente se encuentran aquellos que más han sufrido y sufren las consecuencias del delito y que son los que están menos equipados (económica, política y culturalmente) para generar medidas de seguridad con respecto al mismo (Baratta, 1993; Pavarini, 1994a; Creazzo, 1996; Crawford, 1998).
-Por último, presenta implicaciones culturales muy adversas. Lo que Crawford (1997) denomina el nacimiento de una “mentalidad de fortaleza” a medida que las medidas de prevención situacional y ambiental se multiplican, el individuo cada vez más busca “encerrarse” en ámbitos protegidos, lo que incide necesariamente en una separación con respecto a los otros, un resquebrajamiento de las relaciones sociales basadas en la confianza (Pavarini, 1994a). Paradójicamente, como lo demuestran las investigaciones empíricas sobre miedo al delito, esta agresividad de la expansión de la táctica situacional y ambiental se traduce en el incremento de la sensación de inseguridad: “...solamente nos comunica cuan efímera y contingente la seguridad es realmente” (Crawford, 1998, p. 101).
B) Táctica social
Esta táctica de prevención del delito tiene residuos positivistas - aunque también de movimientos políticos progresistas y revolucionarios del siglo XIX. En el contexto de la criminología positivista en España, Italia y América Latina, sobre todo en sus versiones más sociológicas de las primeras décadas del siglo XX, se solía señalar a la “reforma social” como un instrumento de la prevención ante-delictum, ya que la criminalidad se reconocía como efecto de las desigualdades sociales, por lo que reducir o eliminar esas contradicciones sociales implicaba reducir o eliminar la criminalidad (mayores salarios y puestos de trabajo, menos desocupación, mas educación... igual: menos criminalidad y más seguridad) (Pavarini, 1994a)[13].
Esta relación entre políticas económicas y sociales y el problema del malestar social y la criminalidad ha sido objeto de debate e intervención en numerosos contextos culturales bajo la égida de los diversos tipos de Estado Social, sobre todo en el período posterior a la segunda guerra mundial, alejándose en mayor o menor medida del código teórico positivista. Se trata, podríamos decir, de la táctica contemporánea de prevención del delito que más se liga al pasado, preexistiendo al momento del “cambio paradigmático” de los años 80.
Como táctica de prevención del delito está difundida en horizontes culturales muy diferentes entre sí. Los ámbitos en los que más fuertemente se ha desarrollado desde los años 80 en adelante son: en el mundo anglosajón, especialmente en EE.UU. y en menor medida en Gran Bretaña, en Francia y en el Canadá francoparlante. A continuación, presentaremos unas radiografías de esa táctica social en los dos primeros contextos culturales, pues las particularidades que posee en cada uno son muy importantes.
a. El contexto anglosajón
Premisas Teóricas. La táctica social tiene aquí como objeto las causas o predisposiciones sociales y psicológicas que hacen a los individuos o los grupos sociales producir delitos. La construcción conceptual de este objeto reenvía a una pluralidad de teorías, desarrolladas en el marco de la criminología anglosajona. En primer lugar, pues, trataremos de sobrevolar algunas de estas teorías para luego pasar a describir algunas de las técnicas de intervención elaboradas en el marco de estas racionalidades y programas políticos. Crawford (1998) ha propuesto una forma de agrupar estas construcciones teóricas anglosajonas en dos ejes, que representan dos modos de comprender causalmente al delito: las “teorías del control” y las “teorías del reforzamiento de la conformidad”.
Dentro del primer eje, ingresa contemporáneamente la “control theory” de Hirshi, presentada hacia fines de los años 60 y de una persistente influencia en el ámbito académico y político anglosajón. Hirshi reelabora temas evidentemente durkhemnianos y parsonianos, planteándose el problema del porqué las personas conforman su comportamiento a determinadas normas sociales – y como consecuencia, a contrario sensu, porqué no lo hacen. La respuesta la ubica en el “control social”, a través del cual el individuo es motivado a dejar de lado sus apetitos egoístas y a respetar las reglas sociales. De esta manera, el grado de autocontrol que cada individuo posee en función de diversas variables sociales de control implica su habilidad para “resistir” o no la tentación de participar en la realización de delitos. El delito es en esta perspectiva el resultado de una socialización defectuosa. Las instituciones claves a través de las cuales se produce la socialización son la escuela y la familia, por lo que la prevención del delito debe apuntar a fortalecer las actividades de control social que ambas llevan adelante.
Dentro del segundo eje, ingresa la teoría de la anomia de Merton, que también ha tenido una persistente influencia en el mundo anglosajón. Para Merton en la sociedad norteamericana se presenta una disociación entre los metas culturales que la estructura cultural impulsa para todos sus miembros –éxito económico y prestigio social– y los medios institucionalizados para alcanzarlas, de manera que una gran cantidad de personas deben enfrentar estos dos elementos con “tipos de adaptación individual” que asumen dichas disociaciones - retraimiento, ritualismo, rebeldía e innovación. Las oportunidades legítimas de alcanzar las metas culturales no están igualitariamente distribuidas en la estructura social y por ende, aquellos a quienes les faltan son los que esbozan estos tipos de adaptación individual divergentes, dentro de los cuales se ubican los comportamientos delictivos. También es posible insertar aquí la teoría de las subculturas criminales de Cohen, Cloward y Ohlin en tanto corrección de la teoría de la anomia mertoniana, con respecto a la cuestión criminal. Desde este eje, la prevención del delito debe apuntar a modificar la estructura de oportunidades, tanto legítimas como ilegítimas que son asequibles para los grupos de individuos que pertenecen a los sectores más bajos de la estructura social, intentando brindarles las vías para apoyar o reforzar la permanencia en el tipo de adaptación conformista[14] .
Técnicas de intervención. Desde estos marcos teóricos en el mundo anglosajón se han desarrollado técnicas de intervención en los tres niveles que hemos aislado más arriba (neighbourhood watch) de acuerdo al tipo de objeto al que se dirigen: primario, secundario y terciario. Las técnicas de intervención creadas en el espacio de esta táctica están más bien dirigidas a los ofensores que a las víctimas, en función del razonamiento teórico básico sobre el que se asientan. Las técnicas de intervención terciarias dirigidas a los ofensores son todas aquellas que se han ido generando desde el siglo XIX en los dispositivos institucionales de ejecución penal en torno a los ideales de la resocialización, la rehabilitación social o la reintegración social y explícitamente quedan fuera del campo de nuestro análisis pues, desde nuestro punto de vista, pertenecen al ámbito de la política penal, tal como la hemos definido en la introducción de este documento de trabajo.
En cuanto a las técnicas primarias las mismas se confunden frecuentemente, en el ámbito anglosajón, con las políticas sociales en general. En los años 70, con la ola política neoliberal, la potencialidad de las políticas sociales dirigidas a la población en general para contribuir a la prevención de los delitos fue seriamente puesta en duda, en el marco de la crítica global a las políticas sociales mismas, en función de criterios economico-financieros y político-culturales, en tanto núcleo duro del Estado Social. Como se sabe, las mismas fueron transformadas y recortadas abruptamente bajo la hegemonía neoliberal tanto en EE.UU. como en Gran Bretaña a partir de fines de los años 70 y en el punto de su relación con la prevención del delito, dichos cambios se justificaron argumentando que en los años 60 la expansión desmesurada de las políticas sociales y la mayor distribución social de la riqueza no impidió que la tasa de delitos creciera sostenidamente. Sin embargo, lo que a fines de los noventa parece reinstalar esta cuestión es que en estos veinte años de gobiernos neoliberales la tasa de delitos ha seguido creciendo en forma aun más dramática, mientras, de la misma manera ha aumentado la inequidad social.
Sin duda, en el ámbito anglosajón la táctica social se declina fundamentalmente en técnicas de intervención secundarias, dirigidas a los jóvenes en tanto potenciales ofensores, como “grupo de riesgo”, para lograr que “crezcan fuera del delito”. Estas técnicas de intervención se han asentado en dos operaciones básicas, realizadas a través de la investigación empírica por parte de las agencias gubernamentales en virtud de las premisas teóricas más arriba señaladas: la identificación de los factores que probablemente impulsan a los jóvenes al delito (factores de riesgo) y la identificación de los factores que pueden hacer desistir a los jóvenes de iniciar una “carrera criminal” (factores protectivos).
Crawford (1998) nos presenta un ejemplo de estas técnicas de intervención secundaria desarrollada en los EE.UU., en base a estas premisas teóricas y empíricas. Es el High/Scope Perry Pre-School Project, por primera vez puesto en funcionamiento en Ypsilanti, Michigan. Se trata de un esquema de intervención temprana dirigido a niños de entre 3 y 5 años, identificados en función de sus situaciones familiares como en riesgo de desarrollar una carrera criminal. Se inició en 1962 con 123 niños negros de familias de bajos ingresos que fueron divididos en dos grupos; unos fueron enviados a un programa de desarrollo infantil y el resto se constituyó en el grupo de control. El programa de educación preescolar, altamente estructurado y basado en la idea del “enriquecimiento cognitivo”, funcionó durante dos años. Se combinaba con visitas a los hogares de los niños incluidos en el programa, con trabajo de asistencia a sus padres. La evaluación a largo plazo comparó ambos grupos de niños cuando llegaron a la edad de 27 años. Solo 7% de los niños/jóvenes que pasaron por el programa fueron alguna vez arrestados, un quinto de la cantidad de niños/jóvenes arrestados en el grupo de control. Los miembros del programa además fracasaron menos escolarmente, muchos de ellos se transformaron en propietarios de su hogar, tenían trabajo estable, etc. El senado de EE.UU. estimó que este programa ahorró 5 millones de dólares en gastos en el sistema de justicia penal por cada millón de dólares invertido en el programa. Otros proyectos en EE.UU. y Canadá, que pusieron en funcionamiento esta técnica de intervención parecen confirmar estos resultados, lo que ha generado que en la década del 90, haya sido exportada también a Gran Bretaña.
b) El contexto francés:
Premisas teóricas y estructura administrativa. A diferencia de lo que sucedió y sucede en el contexto anglosajón con la táctica social de prevención del delito, cuya instalación en las políticas gubernamentales es más o menos fragmentaria y compite constantemente con las tácticas situacional-ambiental y comunitaria que son, sin dudas predominantes; en Francia la misma se constituyó en el eje central en este cambio de paradigma en las políticas del control del crimen desde los últimos años de la década del 70, dando lugar a una estructura administrativa de alcance nacional.
En 1978 se creó el “Comité Nationale de Prevention de la Violence et de la Criminalite”, acompañado por una serie de comités departamentales destinados también a esta temática. En 1981, con la llegada al gobierno del Partido Socialista, estas estructuras se vieron fortalecidas y al mismo tiempo su funcionamiento fue profundamente modificado. En 1983, Gilbert Bonnemaison escribió el Informe del Comité: “Face a la Delinquance, Prevention, Repression, Solidarite” (“Enfrentando al Delito: Prevención, Represión, Solidaridad”), que ha sentado la agenda de la prevención del delito en Francia de allí en adelante y más allá de los cambios electorales.
El informe Bonnemaison planteaba el problema de la prevención del delito en torno a tres conceptos claves: “solidaridad”, “integración” y “localidad”. Sugería que las causas del delito se enraizaban en complejos y profundos factores sociales: las condiciones de vida, las condiciones de trabajo, los cambios en la organización de la vida familiar, la pobreza y la exclusión social. Por ende, el Estado debía promover estrategias de integración por las cuales aquellos grupos e individuos en los márgenes de la solidaridad social debían ser reincorporados al juego de las interacciones sociales. Los problemas centrales, según Bonnemaison, en este sentido eran: los jóvenes, los desempleados y los inmigrantes. El informe enfatizaba la prevención del delito como una actividad por entero diferente a aquella de la represión, ya que esta última era estructuralmente incapaz de alcanzar las causas fundamentales de la cuestión criminal. Por eso mismo, la actividad preventiva no podía ser confiada a las agencias estatales que integraban el sistema de justicia penal, sino que se debía crear una nueva estructura administrativa que debía instalarse en la dimensión local, para ser flexible y capaz de adaptarse a las circunstancias y contingencias de cada espacio urbano. En la dimensión local, todos los actores relevantes deberían cooperar e interactuar en el diseño y ejecución de las líneas de acción, tratando de generar soluciones “horizontales”, incluyendo no sólo agencias estatales sino también actores de la sociedad civil.
A diferencia de lo que sucede en el contexto anglosajón, las fuentes conceptuales de la táctica social francesa están constituidas por un abordaje que nace con ella misma – sustancialmente, el Informe Bonnemaison, y no que la preexiste, aunque se vincula con la producción intelectual de una criminología socialdemócrata y una criminología crítica bastante difundidas en los centros académicos franceses, aunque no tanto en las agencias gubernamentales (Baratta, 1993).
A partir de este informe, en 1983, se estableció una nueva estructura administrativa dedicada a la prevención del delito dividida en tres segmentos: el “Conseil Nationale de Prevention de la Delinquance” (CNPD), encabezado por el Primer Ministro e integrado por representantes de los ministerios relevantes y los intendentes de las ciudades más importantes; los “Conseils Departamentaux du Prevention de la Delinquance” (CDPD) y los “Conseils Communaux du Prevention de la Delinquance” (CCPD). Este último segmento fue el central en el desarrollo de la táctica social de prevención del delito durante los años 80 y 90 y en la elaboración y puesta en funcionamiento de las diversas técnicas de intervención.
Los objetivos de estos CCPD fueron y son: coordinar la acción preventiva en el nivel local, definir los objetivos de la acción preventiva de acuerdo a las circunstancias locales y monitorear los procesos de implementación. En estos CCPD participaban tres tipos de actores: funcionarios electos popularmente, funcionarios de la administración de justicia y grupos de ciudadanos (voluntariado, sindicatos, etc.) y eran presididos por el intendente municipal.
En los inicios de la década del 90, con la creación del “Ministere de la Ville” y del “Conseil Nationale de la Ville” en su seno, que reemplazó al CNPD y al que se le dio la responsabilidad en materia de prevención del delito, se produce un fortalecimiento institucional muy importante. En esta nueva estructura nacieron los “contrat d´action de prevention”, entre el Estado y la ciudad o región, para determinar los planes de acción en materia de prevención del delito con una extensión de tres años y con sus propios esquemas de financiamiento. En la actualidad en Francia existen aproximadamente 700 CCPD en casi todas las ciudades medianas. La investigación empírica sobre la implementación de los contratos de acción de prevención parece demostrar que en la práctica se le da un papel central a las áreas urbanas más deprimidas socialmente y a la mejora de la calidad de vida en ellas.
El paquete de técnicas de intervención que significó el desarrollo de la estructura administrativa francesa después del Informe Bonnemaison, ocasionó que, a diferencia de lo acontecido en el resto de los países de Europa, la tasa de delitos descendiera a partir de 1985, en 1986 y 1987. En el segundo año el descenso fue de un 8%, siendo el mayor registrado desde 1972. Comparando las ciudades en las que se instalaron CCPD y aquellas en las que no, se observa un 10% más de reducción del numero de delitos en las primeras. Sin embargo, como nota Crawford (1998) la carencia de investigaciones empíricas dedicadas a evaluar en forma más precisa las técnicas de intervención empleadas hace difícil sostener científicamente una relación de causalidad entre este paquete de intervenciones y la reducción del delito[15]
Técnicas de intervención. Una de las técnicas de intervención de carácter secundario más difundidas, en realidad precedió al Informe Bonnemaison y al nacimiento de la estructura administrativa a que este dio lugar. Como consecuencia de que en el verano de 1981 se produjeron graves disturbios urbanos, a partir de 1982 se generó una estrategia general llamada “Anti-ÉtéChaud” (“Anti-Veranos Calientes”) o “Étés Jeunes” (“Veranos Juveniles”), luego denominadas “Operations Prevention Eté” (OPE: “Operaciones de Prevención Veraniegas”). Esta técnica de intervención está dirigida a jóvenes menores de 18 años, considerados como un grupo de riesgo por habitar zonas urbanas deprimidas social, económica y culturalmente, y consiste en invitarlos a campos de vacaciones o bien, a los que permanecen en la ciudad, proveerles una serie de actividades durante los meses de verano. En el primer año en el que se puso en movimiento, simultáneamente en diversas ciudades francesas, 10.000 jóvenes integraron la primera categoría y 100.000 jóvenes integraron la segunda. Esta técnica de intervención, aunque generalizada, se origina y gestiona a nivel local y cuenta con la financiación del gobierno central, el gobierno regional y organizaciones voluntarias.

Con su repetición sucesiva esta técnica de intervención se fue modificando. Nacieron así los “animateurs” (“animadores”), jóvenes trabajadores que se encargan de organizar y manejar los “étés jeunes”, que por lo general son inmigrantes del norte de África elegidos por su capacidad de liderazgo y el grado de contacto con sus pares. De esta manera, esta técnica de intervención agrega la línea de brindar oportunidades laborales, aunque sea por un plazo de tiempo limitado, a un grupo dentro de los destinatarios. Los promotores de esta técnica de intervención han sostenido que ha logrado reducir el delito en áreas urbanas centrales, así como también ha impedido la sucesión de nuevos disturbios urbanos como los de 1981 (Crawford, 1998).
c) Consideraciones críticas.
En primer lugar, es posible hacer algunas consideraciones críticas en particular con respecto a las técnicas de intervención secundarias desarrolladas en el marco de esta táctica social de prevención del delito en el contexto anglosajón. En primer lugar, hay un impulso a generar intervenciones cada vez más tempranas sobre los jóvenes en riesgo, por lo que criminólogos y operadores ya casi comienzan a hurgar en las cunas. En segundo lugar, la búsqueda de vinculaciones entre los factores de riesgo dirige la mirada hacia cadenas causales cada vez más extendidas, cada vez más difíciles de demostrar empíricamente, llevando con ello a los criminólogos y operadores cada vez más allá, ensanchando las redes del control social (Cohen, 1988). En tercer lugar, como planteaban los teóricos del etiquetamiento, las técnicas de intervención sobre potenciales ofensores o grupos en riesgo, son estigmatizantes y albergan un mecanismo que puede ser descrito como una profecía autocumplida. En cuarto lugar, la lógica misma de la definición de jóvenes en riesgo se hace en función de análisis estadísticos de agregados sociales que tienen, en el mejor de los casos, un alcance probabilístico, por lo que muchos “falsos positivos” pueden ser incluidos en la categoría y luego sometidos a estas técnicas de intervención, lo que genera fuertes dudas desde el punto de vista ético y político sobre el resultado global de las mismas (Crawford, 1998).
Un problema muy importante con la táctica social de prevención del delito, en el contexto anglosajón más que en el francés, es la cuestión del financiamiento. Esta táctica dispara técnicas de intervención que involucran a diversas agencias estatales, la prevención del delito es responsabilidad de todas ellas, pero de ninguna en particular. Por esta vía se producen problemas de financiamiento en el contexto del ajuste económico promovido por la racionalidad política neoliberal, que hace que muchos cursos de acción queden truncos (Crawford, 1998).
Con respecto al contexto francés, se ha señalado que los proyectos impulsados por los CCPD han sido por lo general vaga y ambiguamente dirigidos a poblaciones en general aun en la dimensión local, lo que hace difícil afirmar le carácter positivo de sus efectos. Por otro lado también se ha sostenido que la compleja estructura administrativa muchas veces genera superposiciones de funciones y de esta forma se malgastan recursos materiales y humanos, desde el punto de vista de las agencias estatales y que esto ha impedido la activa participación del sector privado, reproduciendo la fuerte tradición estatista francesa (Robert, 1991; Baratta, 1993 y 1998; Creazzo, 1996).
Otro problema importante de esta táctica social de prevención del delito, tanto en el contexto francés como en el contexto anglosajón, es la ausencia de estimaciones y evaluaciones serias acerca de los resultados producidos. Existen una serie de inconvenientes en la evaluación de toda acción de prevención del delito, pero en la prevención social estos inconvenientes se transforman muchas veces en obstáculos insalvables. Por otro lado, tampoco han sido dirigidos los esfuerzos en esa dirección al momento de diseñar e implementar técnicas de intervención ni en el mundo anglosajón ni en Francia, constituyendo este uno de los grandes desafíos para el futuro de esta táctica de prevención del delito (Pavarini, 1994a; Baratta, 1993 y 1998; Creazzo, 1996).

Por último, una cuestión central de esta táctica social de prevención del delito es su relación problemática con la política social en general. Si las técnicas de intervención construidas sobre esta base no se diferencian claramente de las intervenciones sociales en general, planteando los mecanismos y resultados esperados en el diseño de las mismas y guiando su implementación por estas coordenadas, se corre el riesgo de “criminalizar la política social”. Es decir, en esta coyuntura política, en los diferentes horizontes culturales, parece más fácil justificar determinadas intervenciones dirigidas a mejorar la educación, la salud, el bienestar, etc., de los habitantes si están orientadas al objetivo de la prevención del delito, pues los estados de cosas preexistentes son catalogados de criminógenos. El riesgo político insito en esta operación es enorme (Baratta, 1993 y 1998; Crawford, 1998). Hay cosas más importantes que la prevención del delito y tienen su propio peso específico. Sería bueno “socializar la política criminal” a través de la introducción de este tipo de técnicas de intervención en el marco de la táctica social de prevención del delito, siempre que no implique el proceso inverso. Y para ello es indispensable clarificar los límites entre ambas (Pavarini, 1993; Baratta, 1993; Pitch, 1993).
C) Táctica comunitaria
Esta táctica de prevención del delito surgió en el contexto anglosajón a partir de la década del 70 y puede considerarse una forma de pensar la prevención del delito - que se imbrica con formas de actuar - que se encuentra entre la táctica situacional-ambiental y la táctica social[16]. En sentido estricto, se encuentra muy vinculada a las premisas teóricas de la táctica social. De acuerdo a las clasificaciones que venimos trabajando en torno al objeto de la prevención, las técnicas de intervención que se insertan en ella están preponderantemente orientadas a la comunidad/vecindario en lugar de estar orientadas a las víctimas o a los ofensores. Sin embargo, la táctica comunitaria no sólo enfoca a la comunidad/vecindario como un objeto de las intervenciones, sino a la vez como un actor. En esta dirección, la participación de aquellos que comparten un espacio o unos valores es el canal básico de la intervención, que busca reconstruir el control social del territorio por parte de quien lo habita (Pavarini, 1994a). Por esta vía, ingresan ideas cercanas a las premisas teóricas de la táctica situacional-ambiental sobre la elecciones racionales y las actividades rutinarias. Ahora bien, para resolver esta tensión, en función de este doble carácter de la comunidad como objeto/sujeto y de las premisas teóricas propias que la individualizan, hemos resuelto considerarla una táctica de prevención del delito en sí misma, sin perjuicio de reconocer las múltiples vinculaciones de la misma con respecto a la táctica social y a la táctica situacional­ambiental.
Premisas teóricas. Muchas de las intervenciones que son vestidas con una retórica en torno a la expresión “prevención comunitaria” o “seguridad comunitaria” están, desde el punto de vista teórico, escasamente elaboradas y son inconsistentes. Sin embargo, existe un cúmulo de fuentes teóricas que han impactado en la elaboración de esta táctica de prevención del delito, en forma más o menos directa y que es posible reconstruir, sin por ello, sugerir que las técnicas de intervención posean la claridad que la premisas que aquí individualizamos supone. Siguiendo en parte a Crawford (1998) es posible identificar:

a) Organización comunitaria: La táctica comunitaria de prevención del delito se asienta en la asunción de que el delito es el resultado del fracaso de la vida comunitaria, de los procesos de socialización y control social informal que ella implica. Se lee aquí el legado de las teorías ecológicas de la Escuela de Chicago desarrolladas a partir de la década del 20 en los EE.UU. y, especialmente, de las ideas sobre la “desorganización social” de Clifford Shaw y Henry McKay (Melossi, 1992 y 1996a; Downes-Rock, 1998). Partiendo de la teoría zonal sobre el espacio urbano de E. Burgess, estos dos autores se plantearon el problema de porqué ciertas áreas –en especial, en Chicago de las décadas del 20 y el 30, las “zonas de transición” en las que se instalaban los inmigrantes, entre la zona del centro y las zonas residenciales– producían criminalidad y como en su marco espacial era “culturalmente transmitida” de una generación a la otra – lo que se demostraba en que cuando los habitantes de esas zonas urbanas emigraban a otras, en virtud de la constante movilidad económica y poblacional, no portaban con ellos la alta tasa de delitos. La respuesta a este problema la encuentran en la ineficiencia del control social en dichas comunidades, entendido como la capacidad de las mismas de realizar la existencia de valores comunes. De allí, la necesidad de renovar las instituciones comunitarias y regenerar un “sentido de comunidad” que se estaba perdiendo en el flujo constante de población en la ciudad: la “reorganización comunitaria”. Las vinculaciones con las “teorías del control” que constituyen premisas teóricas de la táctica social son evidentes en este punto.

Las críticas que se suelen hacer a estas teorías ecológicas son varias y se encuentran muy bien fundadas: que la teoría zonal no es aplicable a otras ciudades y a otros momentos históricos dentro y fuera de los EE.UU.; que plantea una perspectiva determinista en la relación entre área urbana y producción de delitos – que después recuperarían, en su estilo, las ideas sobre el “designing out crime” propias de la táctica situacional y ambiental; que no considera el impacto en las comunidades de fuerzas externas a ellas, es decir las relaciones de poder económico y político más amplias; que basa sus conclusiones en datos oficiales sobre la cantidad de ofensores conocidos en un área urbana, en vez de basarlas sobre la cantidad de ofensas realizadas; y, por último, que dio lugar, con su concepto de “comunidad patológica”, a un cambio importante con respecto a la criminología positivista que se focalizaba en el individuo patológico, abriendo el campo de la consideración de los agregados sociales, reproduciendo los mismos efectos estigmatizadores y selectivos que sus antecesores conceptuales. Sin embargo, la influencia de las ideas de la Escuela de Chicago en materia de organización comunitaria ha continuado impactando la táctica comunitaria de prevención del delito especialmente en Estados Unidos, por más de medio siglo (Crawford, 1998).

B) Defensa comunitaria (la tesis de las “broken windows” – “ventanas rotas”): Wilson y Kelling, retrabajando implícitamente las concepciones sobre la desorganización social de la Escuela de Chicago, han desarrollado esta tesis cuyo impacto en la táctica comunitaria de prevención del delito ha sido muy importante en el contexto norteamericano y más allá del mismo.
Sostienen estos autores que las incivilidades menores como el vandalismo, el mendigar, el embriagarse, etc, si no son controladas en el macro de la comunidad, generan una cadena de respuestas sociales desfavorables, por las cuales un vecindario decente y agradable puede transformarse en pocos años y hasta en pocos meses en un atemorizante “ghetto”. Las incivilidades traen aparejado el miedo en los vecinos, lo que genera un desapego con respecto a la comunidad y, potencialmente, su abandono. Esto lleva a su vez a la reducción de los alcances de los mecanismos informales de control social, lo que produce necesariamente delitos cada vez más graves que a su turno engendran mayor sensación de inseguridad y así sucesivamente en un proceso espiralado. El primer indicador de la “declinación urbana” es, más que la cantidad de delitos, el crecimiento de las incivilidades, ya que son el “signo del desorden” y de algo peor: del “a nadie le importa”.
La solución propugnada por estos autores es romper el ciclo de la declinación urbana en sus primeras etapas, focalizando las técnicas de intervención en las incivilidades, a través de la actividad policial. La policía debe encargarse de junto a combatir el delito, de “mantener el orden”. Para ello, debe reforzar los mecanismos de control social informal de la comunidad, nunca reemplazarlos, ya que la institución policial, aun invirtiendo recursos extraordinarios no podría hacerlo[17] .
Esta construcción teórica se articula perfectamente tanto con las apelaciones al “comunitarianismo”, donde las “comunidades fuertes” no necesitan que se las controle sino que pueden controlarse a sí mismas. No se trata tanto del “policing of communities” (“control de las comunidades”) como del “policing by communities” (“control por las comunidades”); como ocurre con las invocaciones al “community policing”, que no es tanto el “policing by communities” como el “policing of communities”. En esta última dirección Kelling y Wilson recuperan fundamentalmente la posibilidad de una “solución policial” con respecto a la prevención del delito, en dirección opuesta del resto de las tendencias a la multiplicación de actores y la instalación de mecanismos de “partnership” (“asociación”) – comunes a las otras tácticas contemporáneas de prevención del delito y aún a ciertas versiones de la misma táctica comunitaria.
La imagen que la “broken windows thesis” proyecta es una de “defensa comunitaria”, en la que la comunidad es atacada por los contra-valores del desorden que la impulsan al “espiral de la declinación”, identificados con los “extraños”, los que no pertenecen al ámbito comunitario, que representan una “invasión”. Esta visión supone una concepción de la comunidad como una localidad compartida, en términos territoriales; pero, al mismo tiempo, como una identidad compartida o “sentido de comunidad”: la proximidad genera preocupaciones similares, que derivan en intereses comunes, que producen cooperación e interacción de donde emana un sentimiento de pertenencia, que impulsa los mecanismos informales de control social.
Las investigaciones empíricas recientes en el mundo anglosajón, han demostrado que resulta difícil sostener esta ligazón causal que suponen Kelling y Wilson entre incivilidades, temor social, quiebra de los mecanismos informales de control social y altos niveles de criminalidad. Las incivilidades tienen diferentes efectos en las diferentes comunidades y mucho de ello depende, de los recursos sociales y políticos disponibles en esa zona urbana. Por otro lado, la idea de “mantenimiento del orden” que trabajan Kelling y Wilson es muy problemática, ya que lo que consideran “desorden” algunas veces coincide con ilegalidades pero muchas otras veces no, por ende: ¿qué sentido del orden debe guiar la actividad policial?, ¿el del agente o la institución policial?, ¿el de la comunidad?, y en este último caso: ¿de qué comunidad estamos hablando? En toda zona urbana existen diversas concepciones del orden entre sus habitantes y siempre la actividad policial - en el caso que no se guíe por su propia perspectiva -defenderá el sentido del orden de un sector de la comunidad frente a los otros.
Pese a las múltiples críticas que esta perspectiva ha recibido en los años 80 y 90, su influjo en la táctica comunitaria ha sido sostenido, inclinando el foco de la atención no sólo a los mecanismos informales de control social al interior de la comunidad sino también a la relación entre estos y las agencias estatales, especialmente, la institución policial – las vinculaciones conceptuales con la “táctica de la sospecha” son muy fuertes.
c) El involucramiento de los residentes y la movilización de recursos: a mitad de camino entre la organización y la defensa comunitaria, esta fuente teórica impulsa el empowerment (‘empoderamiento’) de los residentes de una zona urbana para el desarrollo de la actividad preventiva, en una suerte de “nuevo contrato social” por el cual las agencias estatales tradicionalmente encargadas de ello, como la policía, relegan parte de sus facultades en los ciudadanos. Se parte de la base de que las comunidades locales tienen particularidades irreductibles, por lo que sólo ellas mismas pueden definir cuáles son sus propias necesidades y problemas. La involucración de los residentes en la actividad preventiva permite habilitar un flujo de información desde la comunidad local a los actores encargados de brindar el servicio público, principalmente, la institución policial. De esta forma la institución policial puede cambiar sus formas de pensar y actuar de acuerdo a las demandas de la comunidad; se trata de las ideas en torno a la “orientación a la resolución de problemas”.
Consiste en una reflexión acerca de la forma de mejorar la relación entre los ámbitos formales e informales del control social, que se traduce de diferentes maneras: desde iniciativas de participación ciudadana en la toma de decisiones a formas de consulta y ejercicios de relaciones públicas por parte de la institución policial. La mayor parte de las iniciativas generadas desde este marco teórico han sido desde arriba hacia abajo, y han tratado de movilizar al público para apoyar las actividades de las agencias estatales existentes. Las expectativas de la participación ciudadana no han coincidido en la mayor parte de los casos con el diseño de las iniciativas y esto ha ocasionado que la misma participación haya sido por lo general fragmentaria y esporádica.

La comunidad no es concebida aquí como una entidad colectiva, sino más bien como un agregado de individuos que deben ser involucrados en la actividad preventiva. De esta manera, es visible el impacto de la racionalidad política neoliberal, pues las comunidades son visualizadas como un conjunto de individuos capaces de elecciones racionales que en función de sus intereses privados deciden si participan o no en las intervenciones dirigidas a prevenir el delito. En este mismo sentido, la comunidad es un mecanismo de recolección de recursos que el Estado Social que se retira en la era neoliberal deja de aportar. En esta retirada, se instala la retórica de la necesidad de que los individuos recuperen su autonomía, su iniciativa y capacidad de empresa, para así hacerse responsables de su propio destino y acabar con la “cultura de la dependencia” del welfarismo, que se declinaba en pasividad e irresponsabilidad. La comunidad es, en esta dirección, una herramienta simbólica para motivar la generación de individuos activos y responsables (O’Malley, 1996, 1997; Garland, 1996; Crawford, 1997, 1998); los puntos de contacto con las premisas teóricas de la prevención situacional-ambiental son evidentes.

d) Las instituciones intermedias: recientemente ha habido un renacimiento del interés, por generar mecanismos de prevención del delito, en las instituciones intermedias de la sociedad civil. Se trata de una idea que proviene de la teoría de la desorganización social de la Escuela de Chicago y cuyo objetivo político de máxima es la “autorregulación” de la comunidad local.
Para muchos de los autores que se ocupan de esta cuestión, sin perjuicio de que no trabajan junto con las agencias estatales, las instituciones intermedias lo hacen a la sombra de éstas, ya que en caso de que el mecanismo de autorregulación fracase, tienen la función secundaria de promover las intervenciones formales. Algunos pocos, en cambio, sostienen que la instalación de las instituciones intermedias en la comunidad no debe ser leída simplemente como la ampliación de las redes estatales, sino como el nacimiento de campos híbridos, entre lo público y lo privado, que tiene su propia lógica.
Esta noción de instituciones intermedias ha sido impulsada en el marco de racionalidades políticas muy diferentes entre sí. Desde la agenda neoliberal, significa una forma de potenciar el desarrollo de la retirada del Estado Social, dejando espacio a las acciones de los individuos y grupos emprendedores. Desde la agenda radical, significa generar un espacio a partir del cual los militantes pueden aunar fuerzas en la lucha contra un estado de cosas injusto marcado por las desigualdades de raza, clase y género, de manera tal de impulsar el mutualismo y el “empowerment”. En el medio se sitúa la agenda comunitarista, que pide prestado a ambas argumentos para justificar la existencia de estas instituciones comunitarias.
Técnicas de intervención. A continuación brindamos algunos ejemplos de técnicas de intervención que han nacido en el marco de esta táctica de prevención del delito:
1) Mediación comunitaria: esta técnica de intervención parte de la base de recuperar el control de los propios conflictos por parte de las comunidades. Los mismos se conciben que han sido tradicionalmente expropiados por el sistema de justicia, a través de sus profesionales, relegando a las partes involucradas al papel de meros observadores. Se trata de que las partes tengan un papel preponderante en la resolución de sus disputas (Christie, 1992). Uno de los primeros casos en los que esta técnica de intervención se puso en funcionamiento fue el “San Francisco Community Board”, como institución intermedia que promueve la autorregulación comunitaria, basada en una crítica de las intervenciones formales de las agencias estatales. Fue creado en 1977 y aplica procedimientos conciliatorios a un número importante de conflictos comunitarios siempre y cuando no se trata de violaciones a la ley penal, aunque desde su creación se reivindicaba la posibilidad de ir avanzando en la escala de conflictos para alcanzar cuestiones cada vez más serias.
Es muy difícil construir una evaluación de este tipo de técnica de intervención en cuanto a su impacto sobre el delito y el miedo al delito. Las evidencias empíricas demuestran un alto nivel de satisfacción de aquellos que participaron en los procesos de mediación, sin embargo, también demuestra que el impacto de la mediación comunitaria en la comunidad es marginal ya que sólo un grupo de “privilegiados” ingresa voluntariamente en este tipo de esquemas y no los vecinos en general. Sin embargo, la mediación comunitaria a partir del modelo del SFBC se ha extendido ampliamente no solo en EE.UU. sino también en Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y Canadá (Crawford, 1998).
2) Community Policing (‘Policía Comunitaria’): existe poco acuerdo acerca de cuáles son los elementos que caracterizan al modelo de “community policing” y parece sólo posible definirlo en términos muy amplios como todo aquello que mejora las relaciones y la confianza entre la institución policial y la comunidad local. En este sentido, implica en sí mismo una crítica de la policía tradicional, razón por la cual ha tenido muchísimas dificultades de desarrollarse en diferentes contextos culturales por resistencias al interior de la misma institución policial. Se han definido algunos elementos que constituirían su núcleo duro como técnica de intervención: el mayor uso de las patrullas policiales de a pie y el destino de los oficiales de policía a áreas geográficas determinadas sobre las que tienen una responsabilidad específica; el desarrollo de relaciones de cooperación con otros actores en la actividad preventiva y la generación de estructuras y procedimientos de consulta con la comunidad local sobre sus prioridades y problemas. La instalación de esta técnica de intervención se vincula estrechamente con los procesos de descentralización o sectorialización policial y de la adopción de la “orientación hacia la resolución de problemas” en la actividad policial (Reiner, 1992).
Las evidencias empíricas producidas para evaluar el impacto de esta técnica de intervención arrojan resultados pobres, pues en la mayor parte de los casos, si bien las transformaciones policiales que implica gozan de apoyo del público, no se traducen en la disminución efectiva del riesgo de victimización y sólo en escasas oportunidades en la reducción de los niveles de miedo al delito. Al mismo tiempo es preciso señalar la falta estructural de mecanismos predispuestos de evaluación en estas técnicas de intervención, lo que ha hecho a algunos autores afirmar que el “community policing” es “poco más que una herramienta retórica” (Bayley-Shearing, 1996).
3) “Neighbourhood Watch” (NW): este tipo de técnica de intervención está muy vinculada al “community policing” y se ha desarrollado fundamentalmente a partir de la década del 80 en Gran Bretaña y EE.UU., aunque tiene antecedentes que se remontan a fines de los años 60. Se trata de una forma de involucrar a los miembros de la comunidad local, impulsada y asistida por la institución policial como una forma de colaboración. Los objetivos del NW apuntan, por un lado, a la reducción de los delitos “oportunistas”, de los robos en casas y apartamentos y los robos de vehículos; y por el otro, a la reducción del miedo al delito, desarrollando en la comunidad local una conciencia sobre la prevención del delito y un mejoramiento de los mecanismos de seguridad doméstica. El NW implica básicamente una actividad de vigilancia de los vecinos del propio territorio que habitan y un canal ágil de información con respecto a la institución policial.
Una de las mejores evaluaciones del NW ha sido la realizada en dos áreas experimentales de Londres (Acton y Wimbeldon). Estas dos áreas fueron complementadas con investigaciones en dos áreas adyacentes para evaluar el efecto potencial de desplazamiento y en un área alejada que funcionaba como el área de control. Lo resultados de esta evaluación son contundentes: el NW no tiene ningún efecto en cuanto a la reducción del delito, ya que de hecho en las dos áreas experimentales los robos contra las casas y apartamentos se incrementaron, así como también sucedió en las áreas adyacentes, sólo reduciéndose en el área de control. Se identificó sí un leve reducción del miedo al delito aunque solo relevante estadísticamente en una de las áreas experimentales. También se registró una sensación de satisfacción y un sentido de cohesión social en la misma área. Sin embargo, la evaluación de la actividad policial fue mixta, las tasas de denuncia no aumentaron ni hubo evidencias que la policía haya incrementado las tasas de detección. En EE.UU. existe evidencia empírica que avala estos resultados, con una sola diferencia: que en lugar de reducir el miedo al delito en EE.UU., el NW muchas veces tiene el efecto inverso ya que implica abrir una preocupación constante en el vecindario sobre el tema del delito y un canal de mayor información sobre experiencias de victimización en el interior de la comunidad local (Crawford, 1998).
Por otro lado, se ha argumentado que el NW en lugar de reducir el trabajo preventivo de la institución policial que podría entonces reforzar su actividad reactiva, aumenta el trabajo policial ya que se debe atender y asistir a los cientos de NW que crecen incesantemente. Se ha demostrado también que la proliferación de NW se da en barrios en los que sus habitantes tiene un nivel considerable de satisfacción con la vida comunitaria y piensan que el nivel de delitos es alto. Esto hace que sea mucho mas común, tanto en Gran Bretaña como en EE.UU. encontrar esquemas de NW en vecindarios de clase media que en sectores urbanos de clases populares. Sin embargo, sólo en Inglaterra y Gales se calcula que existen 140.000 NW establecidos, que abarcan unos 6 millones de propietarios.

Una efecto perverso del establecimiento de los NW es que como tienden a reforzar la relación entre el público y la policía, los miembros de las comunidades locales que participan en el NW frecuentemente solicitan los servicios de la policía ante cualquier situación sospechosa; como los NW se instalan en las áreas urbanas donde se registra objetivamente menos necesidad de actividades preventivas, la institución policial termina brindando un mayor volumen de servicios en los lugares en que menos se necesitan.
Un complemento de los NW son los “street watchs” (SW) (“vigilancia de la calle”) y las “patrullas ciudadanas”, desarrollados en los años 80 en EEUU y Gran Bretaña. El problema más importante de estos dos derivados del NW es la cuestión de la legitimidad y la responsabilidad: sus facultades no están legalmente establecidas como las de la policía pública. A diferencia de ella, los SW y las patrullas ciudadanas no reciben entrenamiento ni son controlados de ninguna manera por su accionar. El riesgo de que se desarrollen en un sentido represivo está siempre latente (Aniyar de Castro, L., 1998; Baratta: 1993, 1998; Pavarini, 1994a).
4) Tolerancia cero: la técnica de intervención “tolerancia cero” desarrollada desde la Policía de New York a partir de 1994, está enraizada en la tesis de las “broken windows” de Kelling y Wilson y constituye un modelo de “policing” que apunta al mantenimiento del orden, focalizado en las incivilidades como signos del desorden. Los resultados estadísticos de esta técnica de intervención son bastante impresionantes ya que marcan en el periodo 1994-1996 un descenso abrupto de la tasa de delitos en NYC, de un 37%. Por ejemplo entre 1990 y 1996 el número de homicidios anuales descendió de 2.245 a 983 – la primera vez que se baja de 1000 homicidios desde 1968. Los robos en casas y apartamentos descendieron un cuarto en dos años y los asaltos callejeros un 40 %. “Tolerancia cero” se ha enmarcado en cambios organizacionales en la institución policial: descentralización, nueva distribución de las responsabilidades, más personal policial (que incrementó aun más la ratio ya elevada entre policías y público), etc. Existe poca evidencia empírica que compruebe específicamente la relación entre este “policing of disorder” y los descensos en las tasas de delitos. Por un lado, esta probado empíricamente que dichas tasas venían descendiendo con anterioridad a las fechas de lanzamiento retórico de “tolerancia cero” y, por el otro, en otras ciudades norteamericanas donde no se puso en marcha esta técnica de intervención, se registraron descensos semejantes en idéntico período. “Tolerancia cero” posee implicaciones extremadamente problemáticas con respecto al respeto de las libertades civiles y los derechos de los grupos marginalizados. Esto se evidencia en el incremento de las denuncias por violaciones a los derechos humanos por parte de los agentes policiales en la ciudad de Nueva York en estos años. Se trata de un modelo de policiamiento evidentemente selectivo y discriminatorio ya que se dirige a ciertas personas en determinadas ubicaciones geográficas, reforzando así las divisiones sociales que crecen incesantemente y fragmentan cada vez más lo social. Sin embargo, esta técnica de intervención se ha convertido en modelo no sólo en el mundo anglosajón, sino más allá del mismo.
Consideraciones críticas. En general, la táctica comunitaria ha logrado escasos éxitos. Esto se ha debido a problemas de implementación de las técnicas de intervención, pero también a problemas teóricos. No sólo la mayor parte de las técnicas de intervención han respondido fundamentalmente a necesidades prácticas sin fundarse en construcciones teóricas, sino que cuando han partido de premisas teóricas, las mismas han sido confusas y equívocas.
En la táctica comunitaria se ha pensado a la comunidad como un conjunto de personas que no sólo comparten una ubicación geográfica, sino también intereses o identidades. Es decir, comparten la forma en que se piensan y se visualizan a sí mismos; de manera tal que el dato definitorio de lo que constituye una comunidad se ubica en las cabezas del conjunto de personas, se expresa en términos simbólicos y se materializa en actitudes y comportamientos colectivos. De esta forma, se pierde de vista el influjo de instituciones que atraviesan las prácticas sociales de ese espacio urbano a lo largo del tiempo y que, a su vez, se encuentran imbricadas en relaciones políticas, económicas y sociales más amplias en las que se inscriben: el trabajo, la familia, la religión, etc. No se comprende adecuadamente no sólo la dinámica interna de la vida comunitaria sino también la dinámica externa de la comunidad local con respecto al resto de los espacios sociales: la “economía política de la comunidad” (Crawford, 1998).
Pero además, esta forma de pensar la comunidad implica necesariamente la visión del potencial infractor como un “extraño”. De allí que no sea ninguna sorpresa que las técnicas de intervención construidas en su seno se pongan en funcionamiento más frecuentemente en las zonas urbanas de la clase media y no en aquellas zonas urbanas mas deprimidas social, económica y culturalmente en las que el delito es fundamentalmente intracomunitario. Pero al mismo tiempo, en aquellas zonas urbanas de la clase media, hace que las técnicas de intervención de esta táctica comunitaria no estén dirigidas a delitos muy graves que suceden en su marco y que son, más que intracomunitarios, intrafamiliares (violencia contra las mujeres, abusos contra los niños, etc).
Por otro lado, la imaginación sobre la comunidad que proyecta la táctica comunitaria es errada en otros dos sentidos: piensa que ese grupo de personas radicadas espacialmente en determinadas fronteras, comparten una identidad, un sentido de pertenencia o sentido de comunidad y por ello comparten una serie de valores o normas, lo que implica una tendencia a la armonía y la paz. No se toma en cuenta que las comunidades pueden ser también intolerantes y punitivas. Pero sobretodo, se pierde de vista que los procesos de control social en la vida social no son uniformes y unívocos sino heterogéneos, plurales y conflictivos. Por ende, en el marco de determinadas coordenadas de espacio y tiempo pueden coexistir complejamente diversos valores o normas afirmados por diversos sectores del grupo de personas que se encuentran allí ubicados. Comunidad no es sinónimo de consenso. En las áreas urbanas contemporáneas con la mixtura constante de géneros, etnias, culturas, grupos de edad, clases, etc., esta imagen armónica se transforma en mítica, cuando no esconde un “autoritarismo moral” que se construye en torno a un determinado grupo de valores dominantes en función de relaciones de fuerza en el marco jerárquico de la vida social (Crawford, 1998; Pavarini, 1994a; Pitch, 1993; Baratta, 1993 y 1998).
Las falacias de la táctica comunitaria no son ingenuas, pues alberga en sí misma un potencial selectivo evidente que juega en la reproducción de las relaciones sociales, económicas y culturales: ¿Dónde esta la tolerancia cero de los delitos de cuello blanco y de los delitos de la autoridad?
El rol de la institución policial.
Ahora bien, en estas diversas tácticas contemporáneas de prevención del delito, ¿cuál es el papel de la institución policial? Es posible pensar en la metáfora de un movimiento de péndulo en el que en un extremo se ubicaría la táctica comunitaria en la que existe el mayor grado de participación policial; en el centro, la táctica situacional-ambiental, que registra un grado medio de participación policial y en el otro extremo, la táctica social, en la que se observa un grado muy bajo de participación policial o, directamente, su inexistencia.
La epifanía de la táctica comunitaria está muy vinculada a la institución policial ya que desde sus premisas teóricas más fuertes la actividad policial tiene un papel central: por ejemplo, en la tesis de las “broken windows” o en las ideas sobre involucramiento de los residentes y movilización de recursos, característica que no comparte ni con la táctica social ni con la táctica situacional-ambiental (Creazzo, 1996; Baratta, 1993).
En las diversas técnicas de intervención inventadas en el seno de esta táctica de prevención del delito, se da un “proceso de multiplicación de actores” (Selmini, 1995 y 1996) con respecto al tradicional monopolio de la política de seguridad urbana por parte de la institución policial. Se agregan como actores relevantes los individuos que forman parte de las comunidades locales, organizados de diferentes formas y en particular, las llamadas instituciones intermedias. Sin embargo y pese a su misma definición –“comunitaria”-, esta táctica de prevención del delito sigue manteniendo un lugar jerárquico para la policía en la prevención del delito, salvo en algunas técnicas de intervención –como por ejemplo la mediación comunitaria tal como se estructuró en el San Francisco Community Board y en otras experiencias similares, sobretodo a partir de agendas políticas radicales– pero que son más bien casos excepcionales. El puesto privilegiado de la institución policial se manifiesta en forma explícita (“tolerancia cero” y “community policing”) o implícita, es decir en la sombra de los actores comunitarios (“neighbourhood watch”, “street watch”o “patrullas ciudadanas”).
En la táctica situacional-ambiental se observa un menor peso de la institución policial en el campo de las premisas teóricas. Sin embargo, la policía pública y la privada aparecen como elementos obstaculizadores que inciden en el cálculo racional para la realización de un delito, tanto en el campo de la teoría de la elección racional como en el campo de la teoría de las actividades rutinarias; sobre todo en esta última, a partir de la noción de guardián. Esto se refleja en las técnicas de intervención inventadas en el contexto de esta forma de pensar la prevención del delito. En el caso del “designing out” la prostitución y el “kreb-crawling”, la participación de la policía era muy importante, bajo la forma particular de presencia y vigilancia policial combinada con una medida urbanística (el cierre de calles). En el caso del uso del CCTV dirigido al robo de/en automotores, no se da la participación de la policía pública, pero sí de la policía privada. Pero esta situación es contingente, ya que le mismo papel puede ser llevado adelante en otras experiencias por la policía pública. En el marco de esta táctica de prevención del delito se da también un proceso de multiplicación de actores, ingresando la industria de la seguridad (a través del empleo de los recursos tecnológicos), las compañías de seguros, la policía privada y las agencias estatales encargadas tradicionalmente de la política urbana, como el gobierno local. La policía pública mantiene una participación importante aunque ya no central, en buena parte porque su lugar se hace intercambiable con el de la policía privada, en la mayor parte de las técnicas de intervención.
Por último, en la táctica social se observa desde sus premisas teóricas, un desplazamiento, en general, de las agencias estatales que integran el sistema penal y en particular de la institución policial. La táctica social desde sus claves teóricas implica un fuerte proceso de multiplicación de actores en la política de seguridad urbana que no solo se agregan a los actores tradicionales, sino que en buena medida los destierran de este terreno de la actividad de control del delito. Los actores de esta táctica de prevención del delito son los gobiernos locales, los servicios sociales, las instituciones educativas, etc. De esta forma, las técnicas de intervención que son inventadas desde esta forma de pensar la prevención del delito no involucran a la institución policial (contexto francés), o cuando lo hacen, le otorgan un papel accesorio (contexto anglosajón).
Hacia fines de los 90 un dato parece emerger en el campo de las políticas de prevención del delito en los diversos horizontes culturales en los que ha operado este cambio paradigmático a partir de los años 80: cada vez más tienden a combinarse en las técnicas de intervención concretas elementos provenientes de las diversas tácticas de prevención del delito contemporáneas, dando lugar a lo que se ha comenzado a denominar “prevención integrada” (Pavarini, 1993; 1994a; 1995; Baratta, 1993, 1998; Selmini, 1995, 1996; Creazzo; 1996; Crawford, 1998).
Un ejemplo de esta combinación es, en Italia, el Progetto Citta Sicure de la Regione Emilia Romagna, coordinado por Massimo Pavarini, que comenzó a funcionar en esta región italiana en 1994. El Progetto Citta Sicure es una combinación de acciones de investigación e intervención sobre temas de seguridad urbana en el territorio regional. Ha sido pensado desde una combinación de lo que aquí hemos denominado “táctica situacional y ambiental”, “táctica social” y “táctica comunitaria”, en un ejercicio de lo que su Comitato Scientifico llama “nuova prevenzione”. El diseño y la implementación de esta política de nueva prevención del delito se encuentra muy influenciado por las experiencias francesas, pero sin embargo intenta presentar ciertas diferencias: el mayor peso de la investigación empírica y de la evaluación; la especificación de las intervenciones de prevención social para no quedar en el nivel primario, el legado de la criminología crítica italiana en sus premisas teóricas, etc. (Cfr. Comitato Scientífico, 1995a, 1995b, 1997; Pavarini, 1994a, 1995, 1996a, 1997; Selmini, 1995, 1996 ).

En esta mixtura de las tácticas alternativas de prevención del delito, la institución policial debe aparentemente asumir un proceso de descentración en materia de diseño y ejecución de las políticas de seguridad urbana y convivir con los procesos de multiplicación de actores. Esto depende claramente de las dosis de cada táctica de prevención del delito que se combinen en la creación de las técnicas de intervención de la “prevención integrada”; pero parece ser una constante en los primeros experimentos que en los últimos años se están produciendo – como en el caso del Progetto Citta Sicure de la Regione Emilia-Romagna. Al mismo tiempo, como bien señala Pavarini (1994a), crece la conciencia de que no se puede hacer “nueva prevención” o “prevención integrada” sólo desde la policía pero tampoco se puede hacer, en general, prevención del delito sin ella. Para ello se apuesta, con matices en los diferentes horizontes culturales, a la generación de un profundo cambio normativo, organizacional y cultural en la institución policial.

IV. A modo de conclusión: visiones sobre el contexto argentino.
Es muy difícil orientar la mirada de las ciencias sociales hacia el futuro. Aquí simplemente avanzamos para concluir unas conjeturas sobre la relación entre prevención del delito e institución policial en Argentina.
La historia de la política criminal en la Argentina y en América Latina es una sucesión continua de procesos de adopción y procesos de adaptación de artefactos culturales generados en otras geografías (Salvatore-Aguirre, 1996). Es posible arriesgar en base a esta constante la predicción sobre un eventual desarrollo de estas tácticas contemporáneas de prevención del delito en nuestro horizonte cultural. Algunos síntomas ya son observables. En diversos contextos provinciales, desde hace unos años se vienen generando experiencias dirigidas a la “seguridad comunitaria” o la “prevención comunitaria”, como en el caso de la Provincia de Buenos Aires, desde 1997, en el marco del proceso de reforma policial (Saín, 1998), o en el caso de la Provincia de Santa Fe, a partir de 1996, con la implementación de las Juntas Barriales de Seguridad Comunitaria (Rosúa-Sagarduy, 1999; Font, 1999).
También, en idéntica dirección, en la Ciudad de Buenos Aires la conformación y funcionamiento de los Consejos de Seguridad y Prevención del Delito y la Violencia en el marco de los Centros de Gestión y Participación, que viene realizando la Secretaría de Promoción Social de acuerdo al mandato del artículo 34 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires que establece que el gobierno local “coadyuva a la seguridad ciudadana... diseñando y facilitando los canales de participación comunitaria” (Croccia-Eilbaum-Lekerman-Martinez; 1999; Escayhola-Rodriguez, 1998). El auge de la industria de la seguridad privada y la policía privada es evidente en los grandes centros urbanos del país desde comienzos de la década del 90, pese a la ausencia de investigaciones que nos puedan mostrar sus características cuantitativa y cualitativamente (Font, 1999).
Qué tácticas de prevención del delito y qué técnicas de intervención se adoptarán/adaptarán en el futuro inmediato en nuestro país, en qué medida, en el marco de qué combinaciones, con qué rasgos idiosincrásicos, etc; depende de un complejo juego de procesos sociales, económicos y culturales. Un papel preponderante, propio de nuestro país, al parecer le corresponderá a la institución policial con respecto a esta cuestión. Una de las facetas más importantes en un eventual proceso de cambio en el futuro de las políticas de prevención del delito en la Argentina es la posibilidad o no de desplazar a la institución policial del lugar central que ha tenido y tiene en el diseño y ejecución de las políticas públicas dirigidas a la producción de seguridad urbana; es decir, la viabilidad de que se desarrolle un proceso fuerte o débil de multiplicación de actores.
Los síntomas señalados más arriba se refieren básicamente a la instalación de la táctica situacional-ambiental y de la táctica comunitaria, más como adaptación que como adopción. Y tal vez no sea una simple casualidad. Más allá de los múltiples factores que inciden en el movimiento en esas direcciones, es evidente que es más viable y útil para las instituciones policiales reconvertir su forma de pensar y sus formas de actuar en estos sentidos. Claramente la dirección más beneficiosa es la de la táctica comunitaria (“tolerancia cero” y “community policing”), pero también en el del “neighbourhood watch”, los “street watch” y las “patrullas ciudadanas”, aunque no de la “mediación comunitaria”, ya que es en ella en donde la institución policial continúa siendo, si no el único actor, al menos un actor muy relevante y en algunos casos central. Decía hace ya tres años el ex Jefe de la Policía Federal, Comisario Pelacchi: “...los métodos tradicionales de ejercicio de la función policial están disminuyendo en efectividad y corren el riesgo de perder el apoyo de la gente a la que deben servir... La respuesta yace en un mayor compromiso de la comunidad en la tarea de construir una sociedad más segura." (1996; p. 6).
Pero también es relativamente beneficioso el acople de la institución policial en técnicas de intervención imaginadas desde la táctica situacional-ambiental, pues se trataría de reconvertir en función de una nueva racionalidad y programa político, una vieja forma de actuar: la presencia y vigilancia policial. Al mismo tiempo, significa mantener un lugar importante aunque ya no central en la política de prevención del delito. Lo que resulta aparentemente más difícil, es que la institución policial dirija la atención hacia la racionalidad y el programa político que implica la táctica social, pues no sólo implicaría una transformación radical de la normativa, la organización y la cultura policial, sino también la dislocación más absoluta en el proceso de multiplicación de actores de las políticas de seguridad urbana.
En la adopción de combinaciones de las dos primeras tácticas de prevención del delito probablemente se juegue el futuro de la relación entre policía y prevención del delito. Ello, si no existe un fuerte impacto en el futuro inmediato sobre la institución policial de fuerzas exteriores a la misma que alteren la dinámica que ya está en movimiento, que asegura para este dispositivo institucional los mayores beneficios en términos de espacios de poder y los menores costos en términos de transformación de las formas de pensar y de actuar. Las incógnitas que se abren son: si las adopciones/adaptaciones de estas tácticas de prevención del delito producidas en otros horizontes culturales no tendrán efectos sociales y culturales negativos –más lesivos aun que los producidos en sus lugares de origen-, y si no habrá lugar en esta transformación para una adaptación de la táctica de la sospecha que asegure su superviviencia, ya que posee una cierta afinidad electiva evidente con algunas expresiones de la táctica comunitaria y de la táctica situacional-ambiental, con toda las implicancias que ello traería aparejado.

Para revertir esta tendencia conjetural, la centralidad de la institución policial y la táctica de la sospecha parecen ser los bastiones a conquistar en el futuro desde posiciones políticas democráticas y progresistas: desde el presente aparece como una empresa extremadamente compleja, en la que el “pesimismo de la razón” no deberá ahogar el “optimismo de la voluntad”.
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* Máximo Sozzo es abogado, Docente Auxiliar de Introducción a la Sociología y del Seminario Seguridad Urbana y Cuestión Criminal, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina; y Docente Auxiliar de Sociología de la Facultad de Formación Docente en Ciencias de la misma Universidad.
[1] Estas nociones de “dispositivo institucional”, “técnica de intervención”, “tecnología de poder”, “programas políticos” y “racionalidades políticas” provienen de la literatura foucaultiana, aunque los sentidos que en ella se encuentran al respecto son múltiples y variados. La referencia básica son los textos de Foucault (1988, 1989, 1991a, 1991b, 1991c, 1992a, 1992b, 1993a, 1993b, 1995, 1996a, 1996b). Por “dispositivo institucional” entendemos, siguiendo a Castel (1980, p. 16) a los ensambles de actores, práticas y discursos situados en un contexto normativo. En cuanto a las “técnicas de intervención” recojemos también su reformualción en Castel (1980, p. 16) aunque allí no se refiere a “técnicas de intervención” sino a “tecnologías de intervención” (cfr. en el mismo sentido: Donzelot, 1979). Seguimos a O´Malley (1996, p. 205, nota 1) quien distingue entre técnicas y tecnologías: “El uso del término tecnología en su sentido amplio se refiere a cualquier conjunto de prácticas sociales que está dirigido a la manipulación del mundo físico o social, de acuerdo a rutinas determinadas. Las tres formas principales identificadas por Foucault son: soberanía, disciplina y gobierno. Las técnicas se refieren aquí a distintas formas de aplicaciones o a distintos componentes de las tecnologías”. La noción de “tecnología” debe reservarse entonces para las formas de ejercicio del poder, existiendo diversas “técnicas de intervención” en los diversos “dispositivos institucionales” que como formas de actuar sobre un objeto o blanco colaboran en la construcción del vinculo tecnológico entre saber-poder y son, al mismo tiempo, su consecuencia. En lo que se refiere a la diferencia entre “programas políticos” y “racionalidades políticas”, reformulamos la distinción de Donzelot (1979, p. 77) entre el “programa político” como la forma de pensar sobre cómo hacer algo con un objeto práctico y las “estrategias” (aquí “racionalidades políticas”) como “formula de gobierno, teorías que explican la realidad solamente en la medida en que posibilitan la implementación de un programa”.
[2] Este razonamiento no implica no tener en cuenta la importancia de los discursos (por ejemplo, los discursos políticos, filosóficos y jurídicos de justificación del recurso penal) en el análisis sociológico de la cuestión criminal. Este es uno de los imperativos metodológicos más difundidos actualmente en este campo de conocimientos. Nos dice al respecto Pavarini (1994b, p. 14): “Actualmente los discursos sobre el control social no pueden ser simplemente reducidos al rol de ideología ocultante de lo que acontece realmente en las celdas de las prisiones, en las salas de los tribunales, en los corredores y deificios de los diversos aparatos burocráticos que se ocupan del control social. Aun cuando es razonable suponer que lo que sucede en los espacios físicos de la disciplina penal puede ser profundamente diferente de las ideas que la gente y los mismos operadores directamente involucrados en las instituciones de control social (policia, justicia, administración penitenciaria, etc), tal vez esté más cerca de la verdad y, por ende, sea científicamente más útil, asumir también las imágenes, los discursos, las palabras de/sobre el control social como momentos decisivos, determinantes de las prácticas mismas” En esta misma dirección en la literatura contemporánea, cfr. Cohen (1988), Garland (1985, 1990) y Melossi (1992, 1994, 1996a, 1997a, 1997b).
[3] En muchos teorizaciones se incluye el riesgo de ser víctima de una “incivilidad”, concepto acuñado en el contexto francés, para hacer referencia a aquellos comportamientos socialmente considerados indeseables, aun cuando no sean considerados delitos en términos de técnica jurídica - aunque los ejemplos que comúnmente se brindan podrían ser referidos a las faltas o contravenciones. Llama la atención en la literatura sobre esta temática (producida aún por autores críticos) que no se problematice el peligro político insito en la afirmación de la necesidad de reducir comportamientos que “son considerados socialmente como indeseables”, aun cuando no estén comprendidos en la ley penal, sin más aclaraciones. Quien define lo indeseable o no es un tema abierto a la discusión, los riesgos que se corren son muy grandes. Si se trata de asumir un punto de vista como privilegiado: ¿estamos dispuestos a seguir sus implicancias hasta las últimas consecuencias?. Cfr. Baratta, 1992 y 1998.
[4] Sobre la distinción entre miedo al delito y ansiedad social o pánico social con respecto al delito mucho se ha escrito en estos últimos años en el contexto europeo y de América del Norte. Creo que aquí basta con resaltar una diferencia fundamental: mientras el miedo al delito es personal y se plantea en términos concretos, la ansiedad social con respecto al delito es general y se plantea en términos abstractos. De esta manera, observamos que se trata de dos niveles en los que es posible explorar las sensibilidades colectivas con respecto al delito. Sin embargo, es preciso aclarar, que su pertenencia a un mismo género no hace por sí sola que sus desarrollos sean coherentes como lo demuestra claramente a la investigación empírica al respecto (cfr. Mosconi, 1995; Mosconi-Guarnieri, 1996, Mosconi, 1997; Mosconi, 1998; Pavarini, 1996); una persona puede expresar un alto nivel de pánico social con respecto al delito que no se refleje en absoluto en una presencia similar de miedo al delito y viceversa.
[5] Ver, respecto al resquebrajamiento de este escenario en otros contextos, entre otros: Baratta (1993), Pavarini (1994a), Muñiagorri (1995), Garland (1996) y Crawford (1997 y 1998).
[6] Por ejemplo, referido al contexto argentino cfr. Tiscornia-Maier-Abregu (1996, pp.165-167), Martinez-Palmieri-Pita (1998) y Chillier (1998a, p. 5). Con respecto al contexto latinoamericano, ver Losing (1996, p. 387).
[7] Hay una forma de detención policial sin orden judicial que no hemos incluido en la definición de esta técnica policial preventiva: la detención en flagrancia; pues se encuentra asociada a la represión del delito.
[8] Sin embargo, incluimos dentro de la detención policial sin orden judicial a la subtécnica DEP, pese a que actualmente ni siquiera es empleada por la Policía Federal en la Ciudad de Buenos Aires, por tres razones. En primer lugar, porque las técnicas policiales son un producto histórico de la institución policial y durante más de un siglo estas subtécnicas se integraron en la actividad policial por lo que es indispensable trabajar sus conexiones –son técnicamente muy similares por debajo de sus diferencias-para poder desentrañar sobre que racionalidad y programa políticos se fundan y en que tecnología de poder se insertan. En segundo lugar, porque como consecuencia de la abolición de la DEP en marzo de 1998 , se dieron ciertos cambios en la actividad policial que resultan interesantes para poder extraer determinadas instrucciones políticas para el futuro y la única manera de poder evaluarlos es conocer esta subtécnica y el lugar que ocupaba en esta técnica policial – que era sin dudas más importante que el de la DAI, cuantitativa y cualitativamente. Y por último, porque la DEP se encuentra a la vuelta de la esquina, pues subsisten fuertes campañas políticas (a las que la Policía Federal no es ajena) e involucran al gobierno nacional y al gobierno local que sustancialmente aunque no formalmente significan hacer renacer la DEP, de manera tal que nuestro pasado inmediato puede ser, muy factiblemente, similar a nuestro futuro inmediato.
[9] En la práctica y con un alcance cuantitativamente limitado, asociado a la DEP y gestionado por la Policía de la Capital Federal, un especie de “medida de seguridad predelictual” se articulaba a través del funcionamiento de la Sala de Observación de Alienados del Depósito de Contraventores 24 de Noviembre de la Policía de la Capital Federal, creado en 1899, primero bajo la dirección de Francisco De Veyga y desde 1902 bajo la dirección de José Ingenieros. Este espacio institucional escogía entre los que estaban cumpliendo la sanción contravencional aquellos sujetos considerados alienados y, por ende, peligrosos, y los derivaba al Hospicio de las Mercedes – el primer asilo psiquiátrico de la ciudad de Buenos Aires – donde eran internados por tiempo indeterminado. Cfr. Ingenieros, 1910; De Veyga, 1903; Policía de la Capital Federal, 1917; Vezzetti, 1985; Salessi, 1996.
[10] Todas estas técnicas policiales registran un grado de vinculación con la finalidad de la represión del delito y por ende, un cierta ambigüedad. Es preciso no mantener una visión ingenua sobre la homogeneidad y la coherencia de las técnicas de intervención en general y en particular de las técnicas policiales, atravesadas por la “promiscuidad” a la que hacia referencia Ferrajoli (1990). La contradicción es una faceta típica de las técnicas de intervención, dado que no son diseños o proyectos sino que atraviesan las prácticas sociales e institucionales, y ellas por lo general no son coherentes (Donzelot, 1979).
[11] Siguiendo un trabajo precursor de Brantingham y Faust de la década del 70, todos los autores que se ocupan de construir radiografías de las tácticas contemporáneas de prevención del crimen rescatan una clasificación que construyeron por analogía con respecto a la prevención en salud pública y que tiene especialmente en cuenta el blanco u objeto de la intervención preventiva, distinguiendo entre prevención primaria, prevención secundaria y prevención terciaria. La prevención primaria estaría dirigida a la población en general, la prevención secundaria estaría dirigida a grupos sociales en riesgo de realizar delitos y la prevención terciaria estaría dirigida a aquellos que ya realizaron delitos. (Pavarini, 1994a y 1995a; Robert, 1991; Selmini, 1995 y 1996). Por otro lado Van Dijk y De Waard (1991) sostuvieron lo que denominaron el “enfoque bidimensional”, señalando que es preciso no tener sólo en cuenta la intervención preventiva dirigida a evitar que las personas cometan delitos sino también la intervención preventiva dirigida a evitar que las personas sean víctimas de delitos. A posteriori, además de introducir la preocupación por la víctima, plantearon una tercera categoría, las intervenciones preventivas dirigidas no a las “personas” sino a las “situaciones”. Crawford (1998) reconstruye este enfoque bidimensional reemplazando en el tercer género de intervenciones preventivas a las situaciones por las comunidades/vecindarios como blancos u objetos, para de esta manera evitar la confusión entre este tipo de clasificación de acuerdo a los “targets” u objetos de las técnicas de intervención y aquella mas central que se refiere al “qué” de las mismas y en torno a la cual hemos ordenado esta presentación de las tácticas contemporáneas de prevención del delito. De esta manera, la clasificación de las intervenciones preventivas en primaria, secundaria y terciaria se unifica con la clasificación de la orientación hacia la víctima, la orientación hacia el delincuente y la orientación hacia la comunidad/vecindario,en forma tal de producir un modelo de tipologías muy útil, que es posible aplicar tanto a la táctica situacional-ambiental como a las tácticas social y comunitaria.
[12] Los tres ejemplos han sido extraídos de Crawford, 1998.
[13] La visión que embrionariamente se encuentra presente en este sector del código teórico positivista es parcialmente diferente y contradictoria con aquella de la racionalidad y el programa políticos de la criminología positivista que hemos presentado en el apartado II de este documento de trabajo, bajo la idea de táctica de la sospecha. Resulta interesante como en el mismo locus discursivo se articularon posiciones tan contrapuestas entre si, sin demasiadas discusiones sobre este punto.
[14] Las críticas que es posible esbozar a la “control theory” son las mismas que durante todo el siglo XX se han construido en la teoría social con respecto a las ideas de socialización y control social de Durkheim y Parsons. En buena parte, esas mismas críticas son válidas con respecto a las teorías de la anomia y de las subculturas criminales. Resulta imposible reproducirlas aquí en toda su extensión ya que sería preciso remitirse, sólo en el ámbito criminológico, a la teoría de las asociaciones diferenciales y el conflicto normativo de Sutherland y Cressey, al enfoque del etiquetamiento de Becker, Lemmert, etc, a las ideas sobre técnicas de neutralización y el proceso de desviación de Matza y por fin, a las diversas formas de criminología crítica o radical de los años 70 - por no mencionar las diferentes perspectivas teóricas que desde los años 80 a esta parte integran el debate criminológico contemporáneo. (para esta revisión critica, cfr. , entre otros, Melossi, 1992 y 1996a; Downes-Rock, 1998) Baste señalar la imposibilidad de estas construcciones teóricas de comprender a lo social como un espacio conflictual y pluralista en donde los procesos de control social no son homogéneos y universales sino heterogéneos y particulares, y en el que, por ende, no existe un conjunto de valores y normas sociales, al estilo de la “conscience collective” durkhemniana, sino diversas producciones significativas acerca de lo que está bien y lo que está mal, cuya emergencia y suerte esta atravesada por las relaciones de poder en las que se cimientan las múltiples configuraciones de lo cultural (Melossi, 1992, 1994, 1996a, 1997; Pitch, 1989 y 1996; Pavarini, 1994b). Ninguna de las ideas que se engloban en los dos ejes precedente aislados abandonan pues, en sus implicancias mas profundas, la imagen de lo social, monista y consensual, que legó la sociología positivista del siglo XIX y de allí surgen sus múltiples limitaciones conceptuales y políticas.
[15] Es preciso reconocer el carácter progresista de la retórica política francesa relativa a la prevención del delito (Baratta, 1993; Pavarini, 1993; Creazzo, 1996; Robert, 1991) , mayormente centrada en la táctica social, anteponiendo al sistema penal, un juego de estrategias para reforzar la cohesión social -contra la exclusión social-basado en una estructura administrativa descentralizada en la dimensión local, pero al mismo conectada con la dimensión central, que permite la combinación de relaciones horizontales y verticales y que reconoce la naturaleza política del delito y la prevención del delito al habilitar la participación en este marco de los representes elegidos democráticamente. Pero también es preciso señalar el “gap” que existe entre esta retórica y el real estado de cosas en Francia. Esto sin perder de vista, al mismo tiempo, la importancia de la circulación de este tipo de discursos científicos y políticos, su énfasis en las soluciones a largo plazo, dirigidas a las causas sociales del delito basadas en una comprensión del mismo como un fenómeno complejo y múltiple.
[16] Pavarini (1994a) se refiere a ella como “prevención a través de la participación situacional” mientras Crawford (1998) la incluye dentro del conjunto más amplio de la “prevención social y comunitaria”.
[17] Se observa implícitamente una falta de preocupación en esta perspectiva teórica por las zonas urbanas con altos niveles de criminalidad, ya que representan “comunidades irredimibles” que están más allá de cualquier posibilidad de salvación.

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